Cuba y la lucha por la democracia

CUBA Y LA LUCHA POR LA DEMOCRACIA

por Ricardo Alarcón de Quesada, IX Conferencia de Presidentes
de Parlamentos Democráticos Iberoamericanos, celebrada en
Montevideo, Uruguay.
Mayo 1998
“Un pueblo que entra en revolución no sale de ella hasta que se extingue o la corona” En un reciente estudio la CEPAL señala que Cuba es “una de las economías menos estudiadas - aunque no la menos interpretada - de América Latina”. Algo parecido podría afirmarse sobre el sistema político de la mayor de las Antillas, el cual también merecería ser abordado “con mayor detenimiento y objetividad posibles”. No lo intentaré aquí pues haría esta ponencia, inevitablemente, demasiado extensa. Sólo cabe ofrecer, en consecuencia, una aproximación que permita comprender sus fundamentos históricos y teóricos, desde la perspectiva cubana, y apreciar su contenido real. Quienes se interesen por estudiarlo en profundidad, seguramente podrán hacerlo si se acercan a la experiencia cubana sin prejuicios y con la actitud recomendada arriba. LA LECCION DE LA HISTORIA

Lo primero que habría que subrayar para entender el caso cubano en su justa
dimensión es que nuestro sistema no es importado de ninguna otra parte.
Varias décadas de guerra fría - y dentro de ella, y más allá, incluso después de
su muy publicitada terminación, una guerra ideológica y política contra la
Revolución cubana, que no siempre ha sido ni es tan “fría” y que nunca parece
acabar - buscaron introducir en la mente de muchos la idea de que el sistema
político cubano era, simplemente, una copia del “modelo” soviético, su
extensión hasta el Caribe. Si tal hubiera sido el caso, Cuba habría seguido el
camino que han transitado, sin excepción, todos los estados que en Europa
oriental y central se afiliaron a lo que hubo de llamarse el “socialismo real”.
Ese fue el pronóstico que avanzaron con la certeza dogmática de sus autores,
libros muy pregonados hace ya varios años. Embriagados con los beneficios
monetarios fácilmente logrados, ninguno de ellos ha tenido tiempo para
escribir la necesaria rectificación. Pero lo cierto es que un decenio después de
la desaparición de aquel “modelo” la Revolución cubana perdura, vive y se
desarrolla, pronto cumplirá cuarenta años de existencia, la cuarta parte de los
cuales - vale la pena notarlo -ha transcurrido en un mundo sin campo socialista y bajo la hegemonía estadounidense. Resulta obvio, por tanto, reconocer lo que ya ha sido demostrado en la práctica: la autenticidad de esa Revolución, su carácter verdaderamente independiente. Quienes pretendieron explicarla como un subproducto de la guerra fría, como una proyección estratégica de la Unión Soviética, deberían ahora, finalmente, iniciar el análisis donde siempre debió haber estado: en la Cuba real, su pueblo y su historia. De esa indagación surgiría la segunda consideración básica: el sistema de gobierno que hoy tienen los cubanos nace, como evolución necesaria, de su propia historia. Auxiliada quizás por su relativa brevedad - la nación cubana y su movimiento de emancipación aparecen hace apenas 130 años - y por la permanencia, con muy pocas alteraciones, de los mismos factores externos e internos que la han condicionado, esa historia adquiere un grado muy elevado de coherencia. La idea de una nación forjada por los propios cubanos, fundada en la igualdad y la solidaridad entre los hombres, organizada según sus propias concepciones y que, mediante la unión más sólida de todos sus componentes, fuera capaz de derrotar no sólo al colonialismo europeo, sino también al imperio norteamericano y a sus instrumentos criollos, la recorre sin interrupción. La guerra para independizarse del colonialismo español sólo comenzaría en Cuba en 1868, medio siglo después de su culminación en el resto del imperio americano. No era que faltasen en las Antillas las características propias de una nacionalidad distinta a la española, con intereses, valores y aspiraciones diferentes y contradictorios con los de la metrópolis. Tales rasgos existían acá también cuando en el continente se daban los pasos necesarios para separarse de España. En el caso de Cuba existían, sin embargo, dos factores que explican el atraso de su movimiento independentista, y asimismo contienen las claves para entender su ulterior desarrollo. Por un lado, estaba la idea anexionista surgida en los círculos gobernantes de Estados Unidos casi desde el nacimiento de esa nación. El propósito de apoderarse de Cuba, que se irá afirmando y concretando a lo largo del siglo, se manifestaría en la oposición norteamericana a los planes bolivarianos respecto a las Antillas, en las acciones enfiladas a impedir o frustrar los intentos liberadores de la emigración patriótica, en una intensa gestión diplomática para evitar la intervención de los rivales europeos de Madrid, en varias ofertas de comprar a España su posesión colonial y en el fomento dentro de la Isla de un movimiento partidario de su anexión a los Estados Unidos. El otro factor, que se conjugaría íntimamente con el anterior, era la peculiar y compleja estructura social de la colonia. La nación cubana había nacido en una sociedad donde buena parte de la población - la mayoría a comienzos del siglo - era esclava. Perpetuar el sistema esclavista - y más tarde, al menos, la servidumbre y la subordinación de la población de origen africano - sería el principal objetivo de la oligarquía criolla, especialmente fuerte en el occidente de la isla donde se concentraba, entonces, la producción azucarera y con ella, el mayor número de esclavos. Esa oligarquía sería el sustento interno del anexionismo De esos factores brotaron las especificidades del proyecto nacional cubano. Este no consistía solamente en establecer una entidad políticamente separada de España. Tal propósito, si a ello se hubiesen limitado los patriotas de la época, era, además, irrealizable. Ese habría sido, teóricamente, el proyecto político de la oligarquía criolla si hubiera existido aquí una con capacidad y disposición para dirigir la nación. Pero ese no fue, nunca, el caso. La Patria cubana, por el contrario, habría que alcanzarla derrotando también a esa oligarquía esencialmente antinacional que era su principal obstáculo interno. ¿Cómo podría avanzar la historia en semejante circunstancia? ¿Quién le abriría cauce a la nación y le permitiría echar a andar? La respuesta la daría el 10 de octubre de 1868 el sector más altruista de la aristocracia criolla, fundamentalmente ubicado en las comarcas del oriente cubano y del Camagüey. Ese día fue proclamada la República de Cuba en armas pero también, al mismo tiempo, en el mismo acto, la emancipación de los esclavos. Se inició así una guerra que duró diez años, tuvo, junto a sus objetivos políticos, un profundo sentido de transformación social, arrasó con más de la mitad del país, arruinó a sus promotores y concluyó con la derrota. Tras ese desastre, durante 17 años, se producirían otras guerras menores, insurrecciones, intentos y planes fallidos hasta 1895 cuando comenzaría la guerra convocada por Martí y el Partido Revolucionario Cubano, que terminaría, tres años después, con la intervención y la ocupación militar norteamericana y sus secuelas: Enmienda Platt, derecho a la intervención directa varias veces ejercido, despojo de las riquezas fundamentales del país y establecimiento de un régimen político enteramente controlado por los interventores, caracterizado, además, por la corrupción, la violencia, el abandono incluso de las formalidades de la legalidad republicana. Los cubanos no fueron precisamente quienes menos pelearon por su independencia. Lo hicieron, en total, treinta años. No fueron parcos, tampoco, en sacrificios: al cabo de la guerra había perecido por lo menos, un tercio de la población. Fue una lucha además extraordinariamente cruel. Los cubanos conocieron el genocidio antes que nadie: la reconcentración forzosa de toda la población campesina en las ciudades dominadas por los colonialistas costó la vida a 300 mil cubanos, entre 1896 y 1898, y es el único antecedente del holocausto judío realizado por los nazis cuatro décadas después. Ese intento de exterminio completo de los integrantes de una nacionalidad marcó al rojo vivo la lucha cubana: ella, finalmente, había alcanzado su geografía completa y al conjunto de sus pobladores. De un modo u otro, como participante activo en la contienda o como víctima de una represión generalizada contra el país entero, ningún cubano permaneció al margen, salvo la exigua minoría de anexionistas y de colaboradores con España. Hay que dejar a la imaginación el terrible golpe que sufriría ese pueblo, la insondable hondura de su frustración, al concluir esa epopeya con otra servidumbre colonial, y su engendro político, la macabra caricatura de República en la que reaparecerían, ocupando puestos prominentes, como si nada hubiera sucedido, precisamente, los representantes de aquella minoría antinacional. Quizás el golpe fue aún más brutal porque la intervención y ocupación por un ejército extranjero no sólo llevó a tan inglorioso desenlace las hazañas y los sacrificios de treinta años sino que, para asegurar su dominio, los interventores liquidaron las instituciones que los patriotas cubanos habían creado afanosamente a lo largo de su prolongada lucha: el Gobierno de la República en Armas, su Asamblea representativa, el Ejército Libertador y el Partido que agrupaba a todos los patriotas y guiaba su sistema institucional. Porque los cubanos habían recorrido ya un largo trecho en términos de organización democrática aún en medio de su guerra por la independencia. Desde el comienzo de ésta, en las circunstancias más difíciles, se dieron a la tarea de elegir representantes para discutir y promulgar Constituciones, fundar gobiernos y aprobar normativas que regirían en los territorios liberados. Esa tradición se mantuvo incólume a lo largo de aquella extensa brega: Guáimaro, 1869; Baraguá, 1878; Jimaguayú, 1895 y la Yaya, 1897. Esas cuatro Constituciones expresan el valor que el patriotismo cubano otorgó a las ideas, al debate y a la concertación intelectual, que acompañaron siempre al heroísmo del combate físico. Pero esas asambleas aportaron también un mensaje especial que atesoraron los cubanos de generaciones posteriores. En ellas nuestros representantes discutieron profunda y abiertamente, muchas veces partiendo de enfoques muy dispares y contradictorios, pero al final arribaron siempre a decisiones comunes, aceptadas por todos. Jamás, como resultado de sus acuerdos, se escindieron las fuerzas, ni siquiera cuando, como fue sobre todo en la primera, a ella llegaban representantes de mandos, estructuras y hasta símbolos que se desconocían recíprocamente. La más dramática y cuestionable de las decisiones de la Cámara de Representantes, la injusta destitución del Presidente Céspedes en 1873, acatada por él, tampoco provocó la división de las filas patrióticas. Esta vendría después como resultado del fraccionamiento regionalista y las contradicciones entre los poderes separados dentro del campo republicano, en el marco de un prolongado y destructor enfrentamiento armado que no pudo extenderse hasta los centros vitales del territorio, las intrigas “pacificadoras” de los colonialistas y una cierta reanimación del anexionismo. La coherencia de nuestra historia se revela en la interconexión entre las cuatro asambleas constituyentes, sus debates y resultados. Entre la de Guáimaro (1869) y la de Jimaguayú (1895) habían decursado 26 años pero, sin embargo, ésta fue prácticamente la continuación de aquella. Por ello el texto de la segunda va a superar los errores que estuvieron presentes en Guáimaro como reflejo de concepciones idealistas y de la influencia que la Constitución de Filadelfia ejercía en nuestros primeros legisladores. En el período que separa a ambos documentos, junto a los reiterados esfuerzos para reanudar los combates, los patriotas habían discutido, hasta la angustia, las experiencias de la terrible derrota de la Guerra de los Diez Años. Correspondería a José Martí extraer de ellas las enseñanzas indispensables, concebir la estrategia y el programa de la Revolución y dedicar su vida entera a unir a los patriotas para llevarla a cabo. El primer paso rectificador lo había dado la Constitución de Baraguá (1878) que regiría en las zonas todavía liberadas de Oriente durante la continuación de la lucha por Antonio Maceo y quienes se negaron a aceptar la derrota. Se había producido también, durante la Guerra Grande, una transformación esencial, aportada por ella y que sería determinante para el destino nacional. Entre sus principales jefes y en la gran masa de los combatientes, estaban muchos cuyos padres o ellos mismos habían sido esclavos hasta el 10 de octubre de 1868 y a partir de entonces pasarían a desempeñar un papel protagónico en la conformación del futuro del país. Ellos, otros obreros y artesanos y la masa de trabajadores emigrados -incrementada por la profunda crisis del régimen colonial- junto a la intelectualidad progresista integrarían las principales fuerzas del movimiento patriótico. Al iniciar la etapa final y decisiva, en 1895, ya habían arribado a un consenso fundamental: el poder del pueblo no puede escindirse entre estructuras institucionales contrapuestas que alentarían, en última instancia, las divisiones y el regionalismo que habían hundido en la bancarrota la epopeya inicial. Más aún, para sellar la unión indispensable, la acción del pueblo debía dirigirla una sola organización, de un tipo nuevo y diferente, no creada para promover los intereses de un segmento de la población, sino precisamente, para que, aglutinando todos los factores y sus aspiraciones, fuera el Partido de la Revolución, el guía y conductor de la nación entera, de la sociedad en su conjunto. Un Partido cuya misión no se limitaría a lograr la independencia política -respecto a España y a los Estados Unidos- sino que tendría por meta la instauración de una República igualitaria y solidaria. Dicho con palabras de Martí: “Revolución no es lo que vamos a hacer en la manigua sino lo que vamos a hacer en la República”. Por ella habría que seguir peleando hasta conquistarla, finalmente, en enero de 1959. Las grandes transformaciones ocurridas desde entonces en Cuba, abrirían numerosos e insospechados cauces para la incorporación del pueblo a la conducción real de la sociedad en la que asumiría un nuevo y siempre creciente protagonismo. Sobre esa base surgiría y se desarrollaría una nueva institucionalidad y un sistema electoral, plasmado en la Constitución de 1976, discutida masivamente y aprobada en referéndum por más del 97% del electorado, cuya esencia describimos a continuación.
CARACTERISTICAS PRINCIPALES DE NUESTRO SISTEMA ELECTORAL
1) Inscripción universal, automática y gratuita de todos los ciudadanos. Se trata de un derecho que se ejerce con la máxima facilidad al acceder a la edad de 16 años. Las listas de electores se hacen públicas en cada circunscripción, antes del inicio de cada proceso electoral, para propiciar que todo ausente, por el motivo que fuere, reclame y obtenga su incorporación. Si aún así por cualquier causa no apareciese en la lista correspondiente, puede incorporarse a ella en el momento de la votación en el lugar de su residencia, acreditando sólo su vecindad y edad. 2) Postulación de los candidatos por los propios electores. La base de nuestro sistema institucional son los delegados de circunscripción que se agrupan en consejos populares e integran las asambleas municipales. Los candidatos para esa responsabilidad - dos como mínimo y hasta ocho - son propuestos y elegidos directamente por los electores en reuniones públicas de las diversas zonas vecinales que componen cada circunscripción electoral. A lo largo del mes de septiembre de 1997 se llevaron a cabo 36 343 reuniones de ese tipo en las que participaron más de 6 731 000 electores. En ellas fueron postulados 31 276 candidatos, entre los cuales se eligieron, mediante voto directo y secreto de los electores, 14 533 delegados de circunscripción en las elecciones municipales efectuadas en octubre de ese año. Para ser elegido hay que recibir más del 50% de los votos válidos. 3) Inexistencia de campañas electorales. La difusión de las fotos y las biografías de los candidatos es una tarea que realizan, exclusivamente, las comisiones electorales en cada circunscripción. Los candidatos no pueden realizar ninguna actividad en favor de su candidatura. 4) Total limpieza y transparencia de los comicios. Al comenzar el día los integrantes de la mesa de votación invitan al público a comprobar que las urnas están completamente vacías antes de proceder a sellarlas y ponerlas bajo la custodia de los niños que las cuidarán durante toda la jornada. El voto es totalmente secreto. Al concluir la votación se realiza el escrutinio de forma pública en el propio colegio electoral. Además de los ciudadanos cubanos que quisieran hacerlo son numerosos los diplomáticos, periodistas y visitantes extranjeros que han estado presentes y comprobado libremente el desarrollo de nuestros comicios. Sólo el acto individual de marcar la boleta, lo realiza en total secreto cada elector quien después la deposita en la urna vigilada por los niños. Los resultados finales de cada colegio electoral, con los votos obtenidos por cada candidato, los anulados y los depositados en blanco son expuestos, públicamente, en cada colegio y en otros lugares de cada circunscripción. Para elegir a los delegados provinciales y a los diputados a la Asamblea Nacional se aplican los mismos principios ajustados al hecho de que ellos deberán ser electos por un electorado mucho mayor, por distritos electorales que comprenden numerosas circunscripciones, generalmente varias docenas de ellas. Hasta 1992 las asambleas provinciales y la Nacional eran integradas con personas elegidas por las asambleas municipales, es decir, que eran, a ese nivel, elecciones de segundo grado. A partir de la reforma introducida ese año a la Constitución y a la Ley Electoral, las asambleas municipales deciden quiénes serán los candidatos pero todos ellos son sometidos a elección por todos los electores del respectivo distrito electoral. Alrededor de la mitad de esos candidatos son también delegados de circunscripción, los demás pueden ser otras personas de la localidad o dirigentes nacionales o territoriales. Las propuestas para integrar esa candidatura las hacen los propios delegados de circunscripción y las diversas organizaciones sociales -por ejemplo, entre otros, los sindicatos obreros, las asociaciones campesinas, las organizaciones estudiantiles-, son objeto de numerosas consultas y del análisis por las asambleas municipales que deciden a quiénes habrán de presentar como candidatos al conjunto de los electores. Los candidatos a nivel nacional y provincial tienen reuniones y encuentros con los electores de su distrito - lo que pudiera denominarse una campaña electoral - pero lo hacen juntos, excluyendo toda forma de promoción individual. En todas nuestras elecciones el voto es enteramente voluntario, aunque se procura estimular la mayor concurrencia a las urnas y se les facilita a todos poder hacerlo. En las últimas elecciones para la Asamblea Nacional y las provinciales, efectuadas el 11 de enero de 1998, se habilitaron 33 045 colegios electorales para acercar lo más posible a los electores los lugares de votación. En esas elecciones votaron 7 931 229 electores para un 98,35% del total y resultaron válidos el 94,98% de los votos emitidos. Trabajaron voluntariamente en su organización y realización, en las comisiones y mesas electorales 262 797 ciudadanos y atendieron las urnas unos 264 360 niños. OTRAS CARACTERISTICAS IMPORTANTES DE NUESTRO SISTEMA
REPRESENTATIVO.

1) Ningún representante, diputado o delegado, a ningún nivel, recibe remuneración alguna - salario, dieta o cualquier otra prestación o beneficio - por el desempeño de la labor para la que fue elegido. Como norma no son políticos profesionales. Quienes deben dedicarse a tiempo completo a esas actividades, para dirigir y asegurar el funcionamiento de las asambleas, reciben el mismo salario que tenían anteriormente en el lugar de trabajo de donde procedían y a donde regresarán, normalmente, una vez concluido su mandato. Semejante procedimiento se sigue con aquellos a los que sean asignadas responsabilidades temporales por las asambleas o sus comisiones. 2) Todos los elegidos deben rendir cuenta de su labor periódicamente ante sus electores, quienes pueden revocar sus mandatos en cualquier momento. LA DEMOCRACIA MAS ALLA DE LAS ELECCIONES.
El sistema electoral antes descrito, busca incorporar lo más posible las formas de democracia directa al carácter inevitablemente representativo que debe tener la institucionalidad en una democracia moderna. En la nuestra, como en cualquier otra sociedad contemporánea, el ciudadano delega parte de sus potestades en sus representantes electos y éstos ejercen una función de intermediación entre el individuo y los órganos de dirección de la sociedad. Pero de varios modos nuestro sistema promueve la participación real de la gente y la vinculación efectiva de los elegidos con ella, desde la postulación de los candidatos por los propios electores hasta el control de estos últimos sobre los primeros mediante los mecanismos de rendición de cuenta y revocación. Aún así este sistema electoral no agota el contenido democrático de la sociedad cubana. La activa participación ciudadana no se limita a escoger, postular, elegir, controlar y revocar a sus representantes. Esto es sólo el reflejo de una participación mucho más amplia, sistemática, consustancial a todos los aspectos de la vida social. Desde los primeros días de enero de 1959, cuando aseguró su victoria definitiva mediante la huelga general que paralizó totalmente el país, el pueblo ha sido el principal protagonista de la Revolución cubana. En su defensa -con las milicias de obreros, campesinos y estudiantes, con los Comités de Defensa de la Revolución que agrupan a casi toda la población mayor de 14 años-, en el desarrollo de sus conquistas sociales -la eliminación del analfabetismo, las campañas masivas de vacunación infantil-, en la edificación económica - las zafras del pueblo, el trabajo voluntario -, han participado millones de cubanos, han sido tareas realizadas por todos, parte de la vida cotidiana de cada cual, expresión de una nueva cultura solidaria. Parte de esa cultura es analizar las más diversas cuestiones e intervenir en la adopción de las decisiones correspondientes, desde los planes y objetivos económicos -asambleas de eficiencia-, o el desempeño del centro laboral -asambleas sindicales- hasta proponer y aprobar los militantes del Partido y de su organización juvenil. Existe una cultura participativa que va mucho más allá de la intervención real de los ciudadanos en su sistema representativo, que, en rigor, lo sustenta y es garantía de perenne renovación y vitalidad. Porque el desarrollo democrático para ser genuino necesita fundarse en toda la riqueza creadora de una vigorosa sociedad civil y ésta sólo alcanza su plenitud allí donde las organizaciones e instituciones que la expresan intervienen efectivamente en la dirección y el control de la sociedad misma. Junto a organizaciones nacidas varias décadas antes de la Revolución como la Federación de Estudiantes Universitarios (1922) y la Central de Trabajadores de Cuba (1939), el proceso iniciado en 1959 promovió la creación de otras organizaciones que agrupan a los campesinos, a las mujeres, a los estudiantes secundarios y a los niños. A ellas se suman numerosas asociaciones de profesionales y otras que reúnen a diversos sectores de la sociedad a partir de sus intereses específicos, incluyendo los discapacitados (por ejemplo, los sordos acaban de realizar su Congreso nacional). Esas organizaciones y asociaciones abarcan prácticamente el universo de actividades, intereses y problemas que conciernen a todos los cubanos. Ellas tienen una existencia dinámica que incorpora al conjunto de la población. Pero más importante aún, es el papel que desempeñan en la sociedad donde ninguna decisión sobre asuntos que les conciernen es adoptada sin su consentimiento. En el calendario cubano es imposible encontrar un día en que no se produzcan, simultáneamente, asambleas o reuniones de las mismas para examinar cualquier asunto y siempre también con la participación de representantes del Gobierno. Una mirada alrededor de Cuba hoy, ilustra esta realidad. En todos los centros laborales, entre febrero y mayo, los trabajadores realizan un ciclo más - lo hacen dos veces cada año - de las asambleas por la eficiencia económica donde comprueban los acuerdos de la anterior, examinan el informe que les presenta la dirección administrativa, discuten sus planes y objetivos y aprueban las medidas que consideren necesarias. Pero también ahora en cada circunscripción electoral los delegados a las asambleas municipales del Poder Popular rinden cuenta a sus electores - deberán hacerlo otra vez en la segunda mitad del año - sobre la labor realizada por ellos desde el pasado octubre, en reuniones en que la comunidad aborda igualmente cualquier otro asunto de interés. Y en esos mismos barrios, los vecinos están discutiendo, ahora también y en reuniones igualmente abiertas, el documento base para el próximo Congreso de los Comités de Defensa de la Revolución. Son decenas de miles de reuniones, en todo el país, en las que intervienen millones de cubanos. En ellas deben participar, en la medida de sus posibilidades, los diputados y los delegados a las asambleas provinciales (físicamente nadie podría asistir a todas las que tienen lugar dentro de su distrito electoral pero, por otra parte, todos saben que deben hacerlo al máximo posible y que sobre esto, ellos, igualmente, tendrán que rendir cuenta a sus electores). Por supuesto que paralelamente están ocurriendo muchas otras actividades en la sociedad cubana, en sus diversas esferas, que involucran, asimismo, a importantes segmentos de la población (por ejemplo, los jóvenes y los intelectuales están enfrascados igualmente en la preparación de sus próximos congresos). Los tres casos referidos en el párrafo anterior, los destacamos solamente porque ellos guardan relación sistémica con los órganos del Poder Popular. En Cuba el Parlamento no es una institución separada y por encima de la sociedad, integrado por individuos poseedores de un don excepcional, el de asumir y ejercer la soberanía, otorgado por el pueblo quien, en teoría, es su único dueño. Para nosotros la esencia del problema democrático es tratar de resolver, en la práctica, ese problema teórico, esa aspiración ideal, que ha acompañado a la civilización desde épocas remotas: alcanzar el autogobierno, la dirección real, de abajo a arriba, de la sociedad por el pueblo, no sólo en apariencia sino concretamente, lo cual sólo es posible, cuando el gobierno existe para el pueblo. Este debe dejar de ser, para siempre, espectador y pasar a convertirse en actor, protagonista. Además de sus funciones normales, legislativas y fiscalizadoras, nuestra Asamblea Nacional y las provinciales y municipales conforman un sistema que se orienta, sobre todo, a incorporar a esas funciones, sistemática y permanentemente, al conjunto de la sociedad. Se trata, en definitiva, de encarar y superar creadoramente la vieja dicotomía representación-participación desplegando, en todas sus potencialidades, lo que Kelsen describiera como la “parlamentarización de la sociedad”. Algunos observadores extranjeros suelen criticar la ausencia en el Parlamento cubano de ciertos rasgos asociados comúnmente a la imagen de esa institución. Se supone que ésta sea un lugar donde un grupo de personas emplean largas jornadas debatiendo entre ellas cuestiones de interés para toda la población en cuyo nombre y representación actúan. En el nuestro ese elemento queda reducido a las sesiones plenarias que efectuamos, todos los diputados, durante los períodos de sesiones y que duran pocos días. Pero sería erróneo apreciar su actividad limitándola a ese ángulo. Nuestros diputados deben dedicar muchísimas más jornadas al trabajo. Sólo que van a hacerlo en otro tipo de reuniones, en sus territorios, entre ellos e integrados con otros representantes de la comunidad o con la comunidad misma. Igualmente se equivocaría quien pensase que el estudio de cualquier tema queda confinado al que se da durante los períodos de sesiones. En realidad lo que ocurre es que el examen se ha multiplicado fuera de ese marco y que a él se ha incorporado una cantidad de personas cuya cifra reproduce en progresión geométrica el número de diputados. La severa crisis económica que enfrenta Cuba como consecuencia de la desaparición de la Unión Soviética y el recrudecimiento del bloqueo norteamericano expresado en leyes como la Torricelli (1992) y Helms-Burton (1996), ha puesto a prueba nuestro sistema político o más exactamente, le ha permitido demostrar su capacidad de afrontar las mayores dificultades, desarrollar su creatividad y mostrar las cualidades que le son propias. La IV Legislatura de la Asamblea Nacional se instaló en marzo de 1993 en los momentos más agudos de la crisis y sus miembros, empleando el estilo y los métodos antes aludidos, la colocaron en el centro de su atención y le dedicaron la mayor parte de su Segundo Período Ordinario de Sesiones. Después de dos días de discusión, el 28 de diciembre, la Asamblea decidió convocar a todo el pueblo a proseguir el mismo debate que habría de desembocar nuevamente en la propia Asamblea en mayo del siguiente año. Entre una y otra Sesión, durante cuatro meses, se llevaron a cabo decenas de miles de reuniones, en las que participaron millones de ciudadanos, en cada uno de los centros de trabajo o de estudio y otros lugares del país. Todos los cubanos pudieron opinar y elaborar propuestas, sobre medidas de carácter general o particulares de cada centro, en un proceso que nuestros trabajadores, denominaron “parlamentos obreros” y que el profesor Kelsen habría podido identificar como manifestación elocuente y útil de “sorprendente hipertrofia” del parlamentarismo. Por aquellos días no eran pocos quienes en el extranjero nos criticaban por una supuesta “inacción” frente a la magnitud de los desafíos que encaraba nuestra economía. Al parecer, la frecuencia con que en el mundo se deciden centralmente, por un grupo reducido de personas y con cierta rapidez, “paquetes de medidas” que afectan la vida de millones, dificultaba percibir lo elemental: en una sociedad democrática, ese tipo de decisiones tiene que reflejar el más sólido consenso y él sólo puede resultar de la más amplia discusión, con la participación de todos. Al momento de escribir estas líneas la economía cubana continúa su curso de recuperación iniciado hace tres años. Se han preservado, además, las principales conquistas sociales de la Revolución: servicios de salud y educación completamente gratuitos y que cubren a toda la población y el más amplio sistema de seguridad y asistencia social que garantiza que ningún cubano carezca de la protección necesaria. Todo ello a pesar de la magnitud del golpe sufrido por la economía y que el bloqueo estadounidense no cesa de intensificarse. El acuerdo adoptado en mayo de 1994 sirvió de base y guía para otras legislaciones y para acciones del Gobierno en el enfrentamiento de la crisis. Unas y otras han sido emprendidas y ejecutadas con similar espíritu de amplia participación ciudadana. Otra expresión de la incorporación real de la gente al quehacer parlamentario, aparece en el modo de operar de las comisiones permanentes de la Asamblea Nacional especialmente en cuanto se refiere a las audiencias públicas en las que, además de especialistas y funcionarios, participan las personas que deseen hacerlo (en varias ocasiones, el autor ha encontrado en algunas de ellas, a diplomáticos extranjeros y en otras a cubanos que residen permanentemente fuera de Cuba). Durante la pasada legislatura se efectuaron, a lo largo de todo el país, más de 50 series de audiencias de ese tipo, para examinar igual número de temas y donde participaron miles de compatriotas. En ellas no se incluyen las que realizamos para analizar la Ley Helms-Burton -cuyo texto íntegro hemos publicado en media docena de ediciones y difundido masivamente- y nuestra Ley de Reafirmación de la Dignidad y la Soberanía Cubanas, que han abarcado prácticamente a toda la población. Por su parte, las asambleas provinciales y municipales organizan sus propias audiencias. Los cubanos no pretendemos haber alcanzado un nivel de desarrollo democrático que no pueda ser superado. Al contrario son varias e importantes las innovaciones que hemos introducido al sistema y a sus métodos y mecanismos y constantes los esfuerzos que hacemos para perfeccionarlo. Lograr la participación plena, verdadera y sistemática del pueblo en la dirección y el control de la sociedad -esencia de la democracia-, es una meta por la que se debe luchar siempre. Quien de verdad crea en ella difícilmente pueda sentirse conforme con lo logrado, encontrará siempre nuevos hallazgos que serán motivo de otras búsquedas. En ese sentido, la lucha por la democracia y la democratización de las sociedades, es universal, necesaria, válida para todos los países y para todos los pueblos. Lo que los cubanos sí afirmamos es que vivimos en una sociedad democrática, que tenemos un Estado y un Gobierno democráticos y no dejamos de trabajar para que lo sean cada vez más. Aparte de los diversos criterios que a lo largo de la historia han usado los pensadores para definir la democracia, no debe resultar muy riesgoso sugerir que la opinión del propio pueblo involucrado deba tener algún peso. Y es de muchos modos como el pueblo cubano demuestra no sólo que está de acuerdo con su sistema y lo respalda, sino que participa en él permanente y conscientemente. Dicho de otro modo, quienes tenemos responsabilidades de dirección en la sociedad cubana ciertamente nos vemos en la necesidad de argumentar con extranjeros y fuera de Cuba para defender nuestro sistema, pero dentro de Cuba y con los cubanos nuestra tarea es extraordinariamente sencilla, son realmente muy pocos, poquísimos, aquellos a los que hay que convencer. En ese sentido los políticos cubanos disfrutan de una situación poco común. Desde su irrupción en la Antigua Grecia la idea de la democracia ha estado presente en las reflexiones de los filósofos y en las luchas concretas de la gente. Habiendo recorrido tan largo camino no es difícil comprobar como ella ha estado asociada a un debate interminable y que éste se ha relacionado con la propia evolución del entorno social, el progreso técnico-material, la contribución de la ciencia y del pensamiento, el desarrollo de la cultura, los valores éticos, los cambios, en fin, de todo género, que han acompañado a la humanidad y la han ido conformando. Sin pretender resumir aquí ese milenario proceso, creo que es posible extraer de él algunas conclusiones, objetivamente, al margen del punto de vista -digamos, para simplificar, de izquierda o de derecha- que cada cual pueda tener. La primera es que se trata de una cuestión importante, un problema cuya solución no es sencilla ni fácil. La historia de la civilización occidental lo ha demostrado con creces. La segunda es que la idea de la democracia como organización política de la sociedad ha estado vinculada a una concepción ideal de la sociedad misma. La cuestión de la igualdad entre los hombres y la posibilidad de su realización práctica, la han acompañado a lo largo del tiempo. Democrática sería una sociedad establecida para el bien de todos los ciudadanos y todos ellos deberían participar en su dirección como único medio de asegurar que así sea. Este concepto es tan raigalmente esencial al ideal democrático que lo definió incluso en las ciudades griegas donde no eran pocos los siervos que no poseían los atributos de la ciudadanía. Desde entonces también aparecía el más antiguo y persistente problema para una sociedad así concebida. ¿Cómo alcanzar la participación de todos? ¿Cómo lograrlo cuando inevitablemente la totalidad del pueblo soberano, debería delegar en algunos el ejercicio de la autoridad? ¿Es delegable la soberanía? ¿Es posible, en la sociedad moderna, superar la antinomia representación-participación? El estado democrático, en resumen, es el que tiene como propósito la justicia y en su administración participan todos los ciudadanos directamente o por medio de sus representantes. Justicia, participación y representación son conceptos, naturalmente, debatibles. Alrededor de ellos, de su definición teórica y del alcance que deben tener en términos reales, se han adoptado diversas posiciones. En una justa perspectiva histórica -y tomando en cuenta, además, la diversidad de experiencias y culturas que forman la humanidad- no parece sabio excluir completamente a ninguna de ellas. La única posición realmente merecedora de total descalificación es aquella que niega la existencia del problema y que pretende convertir un tipo determinado de organización social en la respuesta definitiva, final e inapelable que, por lo tanto, no puede cambiar, no requiere más transformaciones. Esa es la posición oficial del gobierno de Estados Unidos para el cual esta importante cuestión, este fundamental tema de la cultura, no es otra cosa que un instrumento de sus designios hegemonistas. DEMOCRACIA “MADE IN USA”
El gobierno de Estados Unidos en su tenaz oposición a la Revolución Cubana usurpa un concepto que no le pertenece y además, lo prostituye. En sus campañas difamatorias contra nuestra Revolución, para denigrar su sistema político, describe a Cuba como “el único país no democrático del hemisferio occidental”. La retórica anticubana de Washington llega, a veces, a una sinceridad muy reveladora. En muchas ocasiones ha reconocido que busca para Cuba “la democracia representativa y la economía de mercado” e incluso, en momentos de singular franqueza, ha abreviado la fórmula como “democracia de mercado”. No sólo ha dado por resuelto, de un golpe de su multimillonaria propaganda, la cuestión de la representación sino que, al mismo tiempo, ha liquidado una de las aspiraciones más antiguas y legítimas de la humanidad, la de la búsqueda de la igualdad entre los hombres. La plutocracia estadounidense liquida así lo mejor del pensamiento occidental y reduce a cenizas el sueño de Lincoln. Nada tiene que ver, en efecto, con el gobierno para el pueblo, el estado neoliberal, maniatado, prescindente, reducido sólo a garantizar la irrestricta libertad de las fuerzas del mercado. Tampoco podría ser él, evidentemente, un gobierno por el pueblo. Este tiene que conformarse con la apariencia de ser representado, con la ficción de la representación. En su campaña contra Cuba la propaganda de Washington trata de crear la imagen de una supuesta “oposición” perseguida y reprimida por la Revolución. De ese modo busca confundir a gentes honestas en América Latina que recuerdan con horror sus propias experiencias con regímenes militares que recientemente cercenaron brutalmente allí las libertades ciudadanas. Según ella, todos los países han superado esa etapa y ahora viven en democracia, sólo en Cuba continúa la “dictadura”. Procura ocultar así lo que ha sido, sin embargo, comprobado fehacientemente, con abundante documentación oficial norteamericana: desde los comienzos de la Revolución cubana, y hasta el día de hoy, el gobierno norteamericano ha creado, organizado, dirigido, entrenado y financiado a la llamada “oposición cubana”, dentro y fuera de Cuba. En 1991 el Departamento de Estado publicó en Washington un conjunto de documentos que cubren el período 1958-1960. Es un libro voluminoso con más de 1 200 páginas. Ahí se comprueba la estrecha vinculación de Estados Unidos con la tiranía batistiana, y su ayuda a Batista y sus asesinos, torturadores y ladrones luego que escaparon de Cuba el primero de enero de 1959. Fue ese apoyo a una dictadura feroz y corrupta, antes y después de su caída, el verdadero origen del enfrentamiento entre Washington y el Gobierno Revolucionario, al asumir aquel la defensa de quienes habían destruido la “democracia representativa” cubana y llevaron a cabo las más groseras, sistemáticas y masivas violaciones de los derechos humanos entre 1952 y 1958. El lector puede encontrar allí copiosa información que demuestra, además, como desde 1959, el primer año de la Revolución, Estados Unidos se dio a la tarea de fabricar la “oposición cubana”. Esa faena la emprendió mucho antes que se hubiese adoptado en Cuba cualquier medida de carácter socialista y cuando no existía vínculo alguno con la Unión Soviética. Más reciente aún, el 28 de febrero del año actual, la Agencia Central de Inteligencia, hizo público un documento de octubre de 1961, redactado por quien entonces era su Inspector General. Aquí se revela como, desde la primavera de 1959, a un costo de 4 400 000 dólares habían iniciado lo que denominaron “programa de resistencia interna por medio de asistencia clandestina externa”, el cual comprendía tanto la creación de una “oposición” dentro de Cuba como “la formación de una organización exilada cubana”. El presupuesto inicial se incrementó rápidamente -según el Inspector, ya para el año siguiente rondaba los 40 millones- e incluía los abultados salarios de los denominados dirigentes del exilio -131 000 dólares mensuales, repartidos entre media docena de individuos-, una emisora de radio -Radio Swan, a la que asignaron 900 000 dólares- y un semanario para distribución en América Latina, “Bohemia Libre”, que le costó a la Agencia 35 000 dólares por edición. Esas cifras, desde luego, habrían de multiplicarse varias veces a partir del siguiente año -cuando se produciría la invasión de Playa Girón- y hasta la actualidad. Aquella relativamente modesta Radio Swan, por ejemplo, fue reemplazada por la propia Voz de los Estados Unidos y desde 1985 la llamada “Radio Martí”. Sin un día de interrupción, a toda hora, durante casi cuarenta años, los servicios de propaganda norteamericanos, dirigidos directamente a la población cubana, para crear y dirigir a la “oposición”, han gastado varios centenares de millones de dólares. A ellos habría que sumar cifras mucho más elevadas para otras actividades, también reconocidas oficialmente por Washington, tales como atentados, sabotajes, terrorismo y alzamientos contrarrevolucionarios. La verdad es que la Revolución cubana ha debido enfrentar una oposición “made in USA”, dentro y fuera de sus fronteras. Esa “oposición” posee una característica absolutamente única: ha sido fabricada, dirigida y sostenida, durante cuatro décadas, por un gobierno extranjero, la mayor potencia de la tierra y de la historia. Ella ha sido y es instrumento de un proyecto imperialista al que Estados Unidos ha dedicado recursos comparables a su ayuda al desarrollo para América Latina en el mismo período. Que esa “oposición” haya sido y sea rechazada por el pueblo cubano, no debería sorprender a nadie. Creada por el imperialismo con una finalidad antipatriótica y antinacional estaba condenada políticamente a la derrota desde su origen. Se trata de una “oposición” que sólo podría lograr sus propósitos si tuviera éxito el designio anexionista contra Cuba. La Ley Torricelli (1992) y la Helms-Burton (1996) incluyen secciones específicas con disposiciones sobre la “ayuda” política, material, propagandística, financiera y logística para los grupos “opositores” dentro y fuera de Cuba. Ese es uno de los aspectos novedosos de ambos textos legislativos: proclamar, publica y abiertamente, lo que no han dejado de hacer nunca. ¿Es lícito ignorar esas realidades y comparar la situación de la Cuba revolucionaria con la del resto de los países del Hemisferio? ¿Es decente equiparar a la “oposición” contrarrevolucionaria con cualquier organización política del Continente? EL IMPERIO INVISIBLE
Es posible que si Alexis de Toqueville reviviera y volviese a visitar los Estados Unidos sentiría la necesidad de reescribir su famoso libro. Quizás le sorprendiera, entre otras cosas, la aparente paradoja que resulta de la ruidosa insistencia de sus políticos en proclamar su sistema como modelo que obligatoriamente tiene que imitar el mundo entero y la realidad de una sociedad caracterizada por la mercantilización de la política, la corrupción de los políticos y el siempre creciente distanciamiento del pueblo respecto a ambos. Han pasado ya muchos años desde que Woodrow Wilson hiciera su conocido diagnóstico sobre la democracia estadounidense: “The Goverment, wich was designed for the people, has got into the hands of their bosses and their employers, the special interests. An invisible empire has been set up above the forms of democracy”. Es probable que también el ex-Presidente se sorprendería si pudiese ver hasta dónde se ha extendido ese imperio y como ya es perfectamente visible y reemplaza hasta “las formas” de la democracia. Sería interminable el análisis de los vicios que calan el sistema y las prácticas electorales norteamericanos cuyas manifestaciones aparecen, además, diariamente en hechos que trascienden, de un modo u otro, al conocimiento público. Intentemos una relación necesariamente sumaria. Se puede afirmar categóricamente que la mayoría de las personas que forman la sociedad estadounidense carecen por completo de derechos electorales, o no pueden o no quieren ejercerlos. Al primer grupo pertenecen varios millones de extranjeros que allí residen legalmente (no hablo ahora de la incalculable cifra de los indocumentados ni de los numerosos trabajadores de estación), trabajan muy duro, pagan impuestos, están sujetos a las mismas leyes que los demás, nutren sus fuerzas armadas cuando es necesario, pero carecen de derechos políticos por no ostentar la ciudadanía. A fines de la pasada década comprendían unos 7.3 millones de adultos. El segundo grupo lo integran los ciudadanos que no están inscritos en los registros electorales. En 1988 se acercaban a los 70 millones de personas equivalente a un 40% de la población electoral. Debe suponerse que entre ellos son muchos los que expresan de ese modo su desinterés por un sistema electoral en el que no creen, pues lo perciben, justamente, como algo ajeno y distante. Pero esa no es la única explicación. Hay muchos otros para quienes no resulta fácil inscribirse en razón de las muy diversas restricciones establecidas en cada estado de la Unión. Lo cierto es que dos de cada tres de los no inscritos pertenecen a familias de bajos ingresos y que “el electorado americano es desproporcionadamente blanco y próspero”. Llegamos, finalmente, al tercer grupo, a los ciudadanos que pueden inscribirse y efectivamente lo hacen. Ellos, que forman el raquítico cuerpo electoral norteamericano, quienes pueden votar, se interesan cada vez menos por ejercer ese derecho. Sigue descendiendo, una elección tras otra, el por ciento de votantes. En la más reciente, la de 1996, alcanzó el punto más bajo desde 1924. En resumen, el Presidente fue elegido con menos de la mitad de los votos depositados por menos de la mitad de los electores. Son menos, cada vez menos, los que votan porque no quieren o no pueden hacerlo. . Al mismo tiempo, siguiendo una línea paralela, es más, cada vez mucho más, lo que se gasta en el financiamiento de las campañas electorales. De acuerdo a datos publicados allá, para la elección presidencial de 1996 los dos partidos -el Demócrata y el Republicano- destinaron, entre ambos, unos 800 millones de dólares, tres veces más que en 1992. Se calcula que esa cifra asciende a varios miles de millones si se le suman los recursos empleados por los candidatos a legisladores. ¿De dónde sale ese dinero? La revista Newsweek apunta que el 99,97% de los norteamericanos no aporta voluntariamente contribución financiera alguna a los partidos o a sus candidatos o lo hace en una medida sumamente modesta. Los aportes proceden, entonces, del 0,03% y según la CNN (“Democracy for Sale” , octubre de 1997) el grueso de esa suma lo entregan, exactamente, 340 personas. Es difícil encontrar otro asunto en que los norteamericanos coincidan con tal virtual unanimidad (99,97%) y asimismo es imposible hallar otro en que una ínfima minoría (0,03%) imponga su voluntad y obligue a todos a hacer algo que evidentemente no desean. en nombre de la “democracia”. Para ello, desde hace tiempo en aquel país, se estableció por ley el sistema del llamado “matching funds” por el cual cada candidato recibe del presupuesto federal una suma igual a la que obtuvo de sus “contribuyentes”. Así, todos son obligados a “contribuir” aunque no quieran. El 99,97%, contra su voluntad, aporta de ese modo, en conjunto, una cifra semejante a la que dio el 0,03% y los seleccionados por 340 personas se convierten en los candidatos. . Mención aparte merecen las “contribuciones” que entregan las corporaciones a los partidos, las cuales, aunque finalmente beneficiarán a los candidatos, no están sujetas a regulación alguna. Es lo que allá llaman “soft money” que también se triplicó de 1992 a 1996 y llegó a 260 millones de dólares. Alrededor del “soft money” se generó en Estados Unidos un cierto alboroto, lleno de inculpaciones mutuas de los dos partidos y aderezadas con jugosas alusiones a las nuevas funciones de la alcoba de Lincoln, generosas contribuciones de monjes budistas y no menos espléndidas donaciones de firmas extranjeras y delincuentes. Inicialmente se habló de reformas al actual sistema de financiamiento. Incluso fue presentada al Senado una mesurada propuesta en ese sentido pero no pudo ser sometida a votación. La Cámara de Representantes, por su lado, no ha recibido ninguna iniciativa al respecto y está a punto de recesar para facilitar a sus miembros concentrarse totalmente en. las elecciones del próximo noviembre. En realidad acopiar recursos financieros, duros y blandos, es la principal ocupación del político norteamericano y a ello debe dedicar buena parte de su tiempo, incluso en un período como el actual en que se le suponía ocupado en sanear un sistema corrupto. Tiene que hacerlo porque conoce la verdadera ley que rige el sistema norteamericano: para cada elección desde 1976 los dos partidos seleccionaron como su candidato al aspirante que, el año precedente, hubiera conseguido más dinero. Por eso el propio Servicio Informativo del Gobierno de Estados Unidos anticipó que para los comicios legislativos de 1998 todo seguiría igual. Pese a que, como él mismo reconoce, el asunto alarma a grupos como la Asamblea Nacional de Ciudadanos sobre Dinero y Política que llega a declarar: “el dinero se ha apoderado de nuestra democracia y de la forma en que ella funciona. Hemos perdido de vista algunos de nuestros principios históricos, como el de ‘una persona, un voto’ ”. Los grandes intereses que controlan a los políticos no limitan su accionar solamente a los períodos electorales. Su permanente labor para asegurar que las decisiones legislativas les favorezcan ha alcanzado lo que ya se denomina “industria del lobby” que acaba de superar su propia marca al desembolsar en 1997 más de 100 millones de dólares, cada mes, para sufragar, aparte de los salarios y otros gastos de los cabilderos, viajes y regalos para los legisladores y sus asesores. Lo reseñado hasta aquí dice lo suficiente sobre el carácter corrupto del sistema electoral norteamericano. Intentar convertir esa podredumbre en paradigma para los demás es, por decir lo menos, un despropósito que movería a risa si la intención no estuviese acompañada de presiones y amenazas que, en el caso de Cuba, se concreta, además, en una verdadera guerra económica y política. Detrás de ese empeño por imponer su “modelo” se oculta, en realidad, el deseo de sostenerlo dentro de los Estados Unidos donde son muy pocos -y cada vez menos- quienes verdaderamente creen en él y lo respaldan. En rigor, la lucha por la democracia a escala internacional pasa por el esfuerzo que los demócratas deben emprender en todas partes para impedir que penetren en sus países, como está ocurriendo actualmente, formas y métodos del sistema norteamericano, acompañados muchas veces con medios y recursos de ese sistema. Que cada país, cada sociedad, busque y desarrolle sus propias instituciones, sus vías y métodos autónomos, para promover la justicia y perfeccionar sus sistemas participativos y representativos. Esa tiene que ser, si hablamos en serio de democracia, la tarea de todo demócrata, en cada país y en todo momento. Pero evitando la contaminación procedente del Gran Certificador. Estados Unidos y sobre todo el pueblo norteamericano tienen muchas cosas admirables. Pero entre ellas, no está -nunca lo ha estado y mucho menos ahora- su sistema político. No puede porque es el sistema de una sociedad enferma. Así lo diagnostica, sin quererlo evidentemente, hasta un autor tan insospechado como Francis Fukuyama. En un reciente artículo, después de reconocer que los norteamericanos participan cada vez menos en organizaciones sociales que van desde los sindicatos hasta los boy scouts, pasando por las asociaciones de padres y los clubes de leones y de rotarios, el descubridor del fin de la historia, ofrece ahora este nuevo hallazgo: la sociedad civil norteamericana mantiene, sin embargo, su vigor. Sólo que ahora florece en Alcohólicos Anónimos, en los grupos que luchan contra el SIDA y por supuesto. en la “industria del lobby” . Los pueblos merecen mucho más y quienes quieran representarlos no pueden descansar hasta lograrlo. (http://www.cubaminrex.cu/Archivo/Alarcon/1998/Alarc_0598.htm)

Source: http://www.cuba-si.ch/docs/89.pdf

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