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Capítulo 1
La luz del local tenía un cierto tono de penumbra acogedora que creaban las amplias cristaleras de color ambarino al amortiguar la potente luz solar que pugnaba por entrar a través de aquellas murallas de cristal. La solitaria mujer intentaba habituarse a esa doble penumbra creada por los oscuros cristales de sus gafas y la escasez de iluminación de la cafetería en la que permanecía sentada ante una mesa después de haber entrado directamente desde el jardín al que el sol, en su declive próximo al ocaso, iluminaba con sus últimos rayos que alargaban las sombras en aquel oasis de verdor y calentaban la atmósfera de aquel atardecer de primavera. La mujer salió de su ensimismamiento sobresaltada al oír la pregunta del camarero hecha con la fría profesionalidad de quien se sabe dueño de la situación en su minúsculo terreno acotado por las mesas, lo que ponía en su voz un acento de mandato implícito que imperaba sobre la forzada amabilidad de unas palabras repetidas mecánicamente. Vio como los ojos del hombre la escrutaban con una mal disimulada hostilidad que parecía provocada por la impaciencia con la que aguardaba su respuesta. Se mantuvo en silencio durante unos segundos mientras parecía reflexionar sobre qué pedir y daba tiempo al camarero para que la observase con detenimiento y así poder comprobar sí él la había reconocido con su -Tráigame, por favor, un café con leche y unas tortitas con nata y caramelo. Se sorprendió al oírse pedir aquella insólita e infrecuente merienda tantos años ya olvidada en algún pliegue de su memoria. Mientras observaba como el camarero se alejaba anotando su pedido, se preguntó cuál sería la motivación de aquel extraño impulso de pedir algo que no era usual en sus hábitos alimenticios. Sólo un psicoanalista podría explicar las ocultas motivaciones de aquel extraño garabato que había hecho su memoria rescatando del olvido antiguos caprichos golosos, quizá impulsada por la premura que la impaciencia ponía en la pregunta del camarero y que la obligó a decir lo primero que le vino a la mente, pero ¿por qué aquello Miró al sobre que yacía sobre la mesa. Debajo de su inocente y blanca superficie de papel, sólo contaminada por las gráciles curvas de una dirección manuscrita puesta a vuelapluma en la que se notaba la impaciencia con la que la escribió minutos antes de salir de casa, se ocultaba la confirmación fatal de una sospecha tanto tiempo anidada en su mente. La posible duda sobre su realidad ahora recibía la estocada maestra de un informe profesional sobre la investigación realizada. Contempló durante unos segundos aquel sobre, simple contenedor de su propia condena a la desesperación ya sembrada tantos años en su interior, y se preguntó si no sería aquél el motivo de la insólita petición al camarero como si con ella quisiera cerrar una etapa de su vida que comenzó muchos años atrás en otra cafetería ante un plato de aquellas dulces y empalagosas obleas. El camarero llegó hasta ella portando en la bandeja la taza y el plato con las tortitas. Le sirvió la leche caliente que cayó sobre el enlutado café como un alud de improvisada blancura sin abandonar su actitud hostil en la que dejaba translucir hacia ella una declarada y manifiesta antipatía cuya razón no acertaba a comprender. Pensó que, quizá, su extraño aspecto le hacía suponer al camarero que las intenciones de ella eran distintas y más equívocas de las verdaderas y de esa forma poco agradable le estaba haciendo patente su desagrado que nacía de aquellas otras continuas presencias femeninas en las que veía anunciada la finalidad mercenaria que las había llevado hasta allí en busca del fácil negocio que suponía la abundante clientela masculina generosa en dinero y ávida de nuevas experiencias sexuales tan fáciles de conseguir como rápidas de olvidar. Se alegró al comprobar que aquel camarero no la había reconocido con aquella extraña y tan distinta apariencia a la que había lucido hacía unas horas. En aquel día era la segunda vez que estaba sentada en aquella céntrica cafetería anexa a un prestigioso hotel y, al no percibir en el mismo camarero de horas antes la sonrisa servil ajustada a la excelente propina recibida en la ocasión anterior, era la mejor demostración de que su atuendo actual era eficaz en su propósito de pasar inadvertida, por lo que ese mismo hecho le ponía un acento de disculpa a la tan poco amable actitud del empleado. Mentalmente le agradeció, como si de una deferencia se tratara, que no hubiera visto en ella a quien horas antes le había pedido un quitamanchas ante las inoportunas gotas de café caídas sobre su vestido. "No sé si es por mi apariencia extraña por lo que me trata con tan poco amabilidad. Debe de pensar que soy alguien ajeno al hotel con quien no hay que extremar las amabilidades, pero el hecho de que no me haya reconocido me tranquiliza y en estos momentos necesito cualquier apoyo; incluso el que me presta de esta manera fría y negativa Si me llega a saludar reconociéndome como la cliente que esta tarde le dejó una buena propina, no sé si hubiera seguido con mi plan”, pensaba mientras se disponía a comer con desgana el suculento plato que tenía frente a ella. Había desleído el azúcar en el hirviente café y lo observó con extraña atención pues la imagen le sugirió la idea, no sin un cierto matiz de irónica amargura, de que algo más que aquellos blancos y minúsculos cristales se estaba disolviendo a su alrededor. Su existencia anterior parecía diluirse también en el vacío viscoso y denso de su soledad sin límites, sintiéndose atrapada por aquellas circunstancias que la llevarían irremediablemente a lo más profunda soledad y al olvido obligatorio de su vida anterior, rota como sus esperanzas de felicidad que sólo habían resultado ser un espejismo. Procuraría, a partir de entonces, sumergirse en esas aguas de la renunciación, oscuras y terribles, para ahogar en ellas su desesperación y angustia, las mismas que ahora estaban sepultadas bajo la losa fría que era su propia determinación que la había llevado hasta aquel lugar en ese interminable preludio, intuía, de lo que iba a hacer horas después. Un hombre, sentado ante la barra que estaba frente a ella, la miraba con cierta insistencia pero sin traspasar los límites de la insolencia. Parecía sentirse atraído a juzgar por aquella muda admiración, pero evitando que su contemplación le llegara a molestar, procurando desviar la mirada cuando ella se encontraba con la suya en aquella espera en la que sus ojos vagaban por el local como deseando encontrar un punto de amarre para clavar en él su atención y que no fuera sólo la puerta de entrada a la que su mirada volvía siempre sin remisión. Le extrañaba haber despertado tanta atención en él bajo aquel disfraz con el que quería pasar inadvertida y que le daba un aspecto extraño y poco apto para despertar admiración erótica porque era más apropiado para ser tomada por una turista un tanto extravagante y de edad indefinida, igual que sus posibles intenciones en aquel local como figura solitaria en negro. En el fondo, era deseable que él recordara a aquella mujer morena, de gafas oscuras y aspecto tan distinto al suyo habitual. Sería una nueva coartada que, en caso necesario, le ayudaría a que su verdadera identidad quedara a salvo y ajena a lo que allí sucediera después. Siguió comiendo con una cierta desgana, como si lo hiciera más por recobrar antiguos sabores ya perdidos en su memoria que por la apetencia que le pudiera despertar aquel dulce plato. Sus ojos estaban más pendientes de la puerta de entrada, a la que podía observar con cierta comodidad por su situación con respecto a ella. Sólo la separaban de aquella entrada unos pocos metros, pues se abría en la misma pared que tenía a su izquierda y a la que estaba adosada su mesa, lo que evitaba que nadie pudiera tapar su excelente punto de observación. Lo había elegido expresamente para la ocasión, ya que las jardineras con frondosos helechos que separaban unas mesas de otras, deparándoles una intimidad tan acogedora, no eran suficiente impedimento para ver quien entraba y salía desde aquella puerta tras la En esos instantes, dos hombres entraron en el local charlando animadamente. Ella miró reloj, comprobando que eran las siete y media de la tarde. Concentró después su atención en el que parecía llevar las riendas de la conversación y que era un bello desconocido de pletórico aspecto nórdico. Hablaba con soltura a su acompañante y se dirigía abriendo camino hacia la mesa anterior a la de la solitaria mujer en relación con la puerta por la que habían entrado. El atractivo rubio se sentó frente a ella mientras su acompañante le dio la espalda, gesto que ella agradeció mentalmente por permitirle así poder contemplar a aquel extraordinario ejemplar masculino que había despertado una auténtica conmoción en las mujeres que estaban en la cafetería y que no disimulaban ante sus respectivos acompañantes. Muy a su pesar, tenía que reconocer que él se merecía toda aquella expectación pues era una versión moderna, deportiva y cosmopolita de Apolo. El cabello rubio y liso, contrapunto perfecto a unos ojos especialmente azules, color que concedía a su mirada los acuíferos reflejos de ese mar lejano y siempre añorado de sus vacaciones infantiles y al que no se cansaba de mirar en su eterno despliegue de matices de un azul igual al de aquellos ojos que brillaban como zafiros refulgentes en el rostro bronceado y eran los puntos más llamativos de su La jardinera, con el frondoso y bien cuidado helecho la separaba de la mesa contigua permitiéndole ver a través de él y ser también parcialmente vista, aunque sabía que aquel dios rubio no se había dado cuenta ni de su presencia. Seguía hablando a su acompañante, quien con risas y gestos de cabeza asentía a todo lo que él decía, demostrando ser un simple comparsa de quien era el único e indiscutible protagonista de la conversación, anulando la presencia de todos los figurantes que pudieran rodearle y que en esos momentos eran los otros clientes en el local entre los que ella se contaba y quienes, con mayor o menor descaro, no perdían de vista al recién llegado. Se notaba en el otro comensal que tenía de espaldas a ella una total y tácita sumisión hacia el impresionante extranjero, tanto en sus repetidos asentimientos de cabeza como en la forma totalmente entregada en la que escuchaba las palabras que éste le decía El hombre de la barra seguía atento a ella y aunque sólo tenía que mirar un poco hacia la derecha para verle, procuraba no hacerlo para no encontrarse con su mirada que seguía fija en ella y que solo desviaba cuando, a su vez, ella miraba al frente donde se encontraba sentado en un juego esquivo que parecía el preludio de aquella aparente ceremonia de conquista. Su atención en esos momentos, como la de la mayoría de las mujeres del local, se centraba en la pareja sentada en la mesa contigua y a la que vio acercarse, solícitamente servicial y con una amplia sonrisa de salutación, al mismo camarero frío y hostil con ella. Era notorio que aquellos clientes eran habituales y especiales para el empleado en función de las propinas dejadas y, por ello, eran atendidos con todas las demostraciones de agasajo servil que requería la ocasión. Después de tomar nota de lo que ambos habían pedido, el camarero preparaba la mesa para la cena, lo que no dejaba de sorprenderla por la prontitud de Las palabras de los dos hombres, mezcladas con risas y exclamaciones, llegaban hasta ella con una cierta claridad pero impidiendo comprender lo que decían, a excepción de retazos sueltos. Ella prefería que fuera así, porque no quería oír aquella conversación ajena que solo le serviría para aumentar su sensación de soledad. El extranjero hablaba en perfecto castellano con un ligero acento alemán en el que se notaban unas erres muy poco marcadas, lo que parecía afirmar su larga estancia en España y la pérdida paulatina del duro acento teutón. Sin embargo, había en él algo indefinible, como una extraña e inquietante mezcla de vividor, caballero y experto ganador de infinitas partidas jugadas a la vida, siempre dura contrincante. A todo ello se unía su espectacular aspecto físico y, sobre todo, una enigmática y misteriosa personalidad. Demostraba en todo momento una acusada seguridad en sí mismo, propia de quien se sabe dotado con todas los atributos que da la Naturaleza, además de un fuerte carácter del que hablaban las enérgicas mandíbulas de perfiles angulosos. Todo en él producía una peculiar y atrayente sensación de misterio, elegancia y magnetismo que atraía más aún que su perfecto aspecto físico. Había en él algo indefinible como una nota distinta y extraña en una melodía y que aunque no rompe la armonía de ésta, sin embargo le confiere un toque de insólito y repetitivo eco que, en su caso, podía ser definida como una nota de lejanía, de indiferencia hacia lo que le rodeaba, lo cual le otorgaba ciertos matices de peligrosidad. Comprendía que fuera quien fuese quien estuviera puesto en el punto de mira de aquel atractivo hombre no tendría ninguna posibilidad de quedar indiferente ante el magnetismo que irradiaba. Tenía ese atractivo irresistible de toda persona que parece ignorar su propia belleza y no parece importarle la admiración que despierta en los demás. Le miraba comer, lo que hacía con una elegancia innata que se ponía de manifiesto en cada movimiento preciso y natural, una apetitosa ensalada de endibias al roquefort a la que había sazonado con auténtica maestría. Todo indicaba que era un hombre de mundo, acostumbrado a estar en todo tipo de ambientes con la misma naturalidad en cualquiera de ellos. Sin embargo, existía en él un toque de frialdad en su personalidad que se ponía de manifiesto en su mirada, en la que, a pesar de la distancia que los separaba, ella podía advertir cómo la luz de las lámparas que iluminaban el local incidían sobre aquellos ojos azules y le arrancaban metálicos reflejos, semejantes a los del filo de una navaja herida por el destello de un fogonazo. No debía ser fácil soportar una mirada así, aunque ésta mostrara la indiferencia que él aparentaba hacia todo lo que le rodeaba, sin que flaqueara el ánimo en quien fuese observado por aquellas pupilas de brillo acerado. Como contrapunto, el otro comensal a su lado parecía alguien mediocre y sin especial atractivo, y en él que se patentizaba aún más su vulgaridad en compañía de quien parecía concentrar en su persona todos los atractivos posibles, negándolos con su sola presencia a quien se convertía en un mero comparsa de aquella soberbia figura masculina Se sintió irritada ante aquella muestra de servidumbre que veía en el acompañante del extranjero, en forma de continua atención completamente entregada que rendía a su interlocutor. Eso parecía no pasar inadvertido para el bello rubio que le miraba con un punto de irónica lejanía en la que no faltaba un cierto toque de superioridad no disimulada. La mujer, mientras bebía abstraída el café y miraba a aquel atractivo extranjero pensaba que éste, una vez conseguido sus fines fueran cuales fuesen, dejaría en cualquier recodo de su triunfante camino a quien, por curiosa avidez o por creerse inmune al evidente riesgo que corría dejándose envolver en el encanto que desplegaba aquel enigmático extranjero, hubiera sucumbido ante tal exhibición de magnetismo irresistible. Después de que le hubiera servido para sus fines, le dejaría en la cuneta y seguiría en busca de un nuevo objetivo, siempre en pos de sus propios intereses o deseos. No le resultaría raro a la solitaria observadora que quien parecía tener la llave del secreto del éxito y la fascinación, en realidad, fuera un total y absoluto sinvergüenza desprovisto de cualquier escrúpulo. Había demasiada exaltación de sus propias facultades en aquel hombre vestido con traje de excelente corte, camisa y corbata de seda azul, que denotaban un gusto exquisito y capacidad económica para darle satisfacción. La mujer se estremeció al pensar en la extraña impresión que le causaba aquel desconocido y al que, sin embargo, presentía que conocía muy bien. Era un golpe de intuición o, simplemente, capacidad de observación "lo tuyo siempre fue la psicología, Marta", recordó la frase tantas veces oídas a sus amigos. Empezaba a sentir una creciente irritación y hostilidad ante aquel dechado de hermosura masculina que ponía en evidencia la mediocridad de todos los que le rodeaban. Sin embargo, sabía que no era su excesiva perfección física o el atractivo masculino que emanaba de su persona y que obligaba a mirarle, aún en contra de la voluntad del propio observador, lo que le producía aquel instintivo rechazo hacia él. Conocía que era otro el motivo de su frío y desapasionado interés crítico por el extranjero, ya que le miraba con la aséptica atención definidora con la que un entomólogo observaría al último espécimen desconocido de insecto encontrado en el más profundo rincón de la selva. El camarero se acercaba ahora con una bandeja en la que se veían unos humeantes cuencos de sopa, que colocó ante los comensales y después se dirigió hacia una mesa auxiliar para descorchar una botella de vino que sacó de un lugar ignoto. Ella miraba el ir y venir del camarero, afanándose por servir a aquellos clientes que eran la promesa cierta de una suculenta propina en consonancia con sus desvelos. Se dedicaba a mirar los esfuerzos del empleado para que no les faltara ningún detalle que les hiciera más agradable su presencia en el establecimiento, desde la bebida servida en su temperatura justa, hasta el toque exacto de pimienta en la ensalada. Aquel bello desconocido sería un experto en sazonar cada plato según lo requiriese. No dejaría escapar ningún detalle que le ayudara a conseguir el mejor sabor prendido en el toque maestro de aderezo. Tenía el aspecto de ser un perfeccionista nato para conseguir aquello que le diese mayor placer, sin importarle demasiado los medios a usar para ello o el coste a pagar porque todo indicaba que, al final, el precio lo pagarían siempre otros, precisamente, los que no obtendrían ningún placer y sólo conseguirían el dolor de verse utilizados por quien parecía un triunfador nato, sibarita y exigente Las mujeres del local, acompañadas por otros hombres anodinos en comparación con aquel extranjero, le miraban intentando mostrar cierta indiferencia, lo que no engañaba a sus acompañantes masculinos que ponían cara de enfado o desdén mientras observaban de reojo al bello e indiferente rubio como tratando de quitar importancia a los evidentes atributos masculinos que atraían las miradas expectantes y admirativas de ellas. Otras mujeres con compañía únicamente femenina le observaban con evidente descaro y gesto codicioso aunque él parecía ajeno a toda aquella admiración silenciosa y continua aunque no sabía si era por una muy calculada indiferencia que aumentaba, aún más, el interés en ellas, o porque realmente no le interesaba nada más que la conversación que mantenía con su acompañante. Debía ser un experto en los prolegómenos de toda conquista en la que pondría la misma certera técnica que al aderezar la ensalada. Se lo imaginó al bello extranjero iniciando una relación. Sin duda, trazaría un plan que llevaría después a la práctica sin saltarse ni una coma, lo que le ayudaría a dar el punto exacto de sazón que proporciona el pellizco de sal de la seducción y el halago, las gotas de aceite de la ternura y el toque justo de la pimienta en el ardor de la entrega; sin olvidar el toque final, ácido y corrosivo como el vinagre, del desprecio o el sarcasmo, preludio siempre del abandono. Ella estaba segura de que aquel extranjero no tendría dificultad alguna en buscar la víctima a conquistar, lograrla, y dejarla después con el mismo aplomo con el que dejaba los restos de comida en el En un momento de silencio por parte del hombre rubio sus miradas se encontraron a través de la verde cortina de helechos y sintió un estremecimiento que le recorrió la espalda como una descarga eléctrica bajo la piel. Se alegró de llevar puestas las oscuras gafas de sol lo que impidió sentir directamente sobre sus ojos aquella irresistible y penetrante mirada en aquel fugaz duelo de pupilas encontradas. El hombre de la barra la seguía mirando, aunque no comprendía qué podía atraer de sí misma a aquel solitario desconocido. Se acordó de su propia imagen que le devolvió el espejo poco antes de salir de casa. Aquel largo y negro abrigo, los zapatos bajos, el enorme bolso-maletín y la peluca morena de lisos cabellos que hacía resaltar aún más la blancura de su piel, dándole un extraño aspecto de cuidada decadencia, mezcla de excéntrica simplicidad y, a la vez, de buscada sofisticación. Las gafas de sol completaban el disfraz perfecto para no ser reconocida. Recordó al portero que desde su garita la vio salir con la indiferencia de quien se cree ante un visitante casual. Ésa había sido su prueba de fuego. Si el empleado no la había reconocido, no debía temer que lo hicieran otros. Se acordó del pensamiento que le cruzó la mente cuando se disponía a salir "parezco una mezcla de maestra de escuela y artista vanguardista. Si soy capaz de salir a la calle con esta 'pinta' es que soy capaz de cualquier cosa". Miró de nuevo el sobre y calculó el tiempo que faltaba para entregarlo en su destino, lo que sucedería en una o dos horas si todo salía según sus cálculos. En realidad, no era demasiado difícil esperar mientras terminaba aquellas cremosas tortitas, cuyas redondas superficies aparecían cubiertas por la nevada montaña de nata sobre las que se deslizaban, como pequeños riachuelos de cobre líquido, los dulces rastros del caramelo. Su sabor demasiado empalagoso le producía cierto desagrado. Ya no era capaz de deleitarse comiendo aquellos esponjosos redondeles de bizcocho. Había perdido la capacidad de disfrutar de lo dulce, quizá porque desde hacía muchos años sólo había probado hasta la saciedad el amargo sabor de la desdicha. Le parecía imposible creer que alguna vez se hubiera complacido comiendo dulces iguales a los que tenía frente a sí. Recordó las palabras de Pessoa aludiendo a los paisajes contemplados: "No vemos lo que vemos. Sólo vemos lo que somos". Estaba totalmente de acuerdo con el poeta lusitano. El mundo exterior y sus sensaciones no le llegaban en esos instantes de una forma totalmente objetiva, sino que sólo cuando pasaban por el tamiz de su propia experiencia y de su estado anímico era cuando tomaban cierto cariz distinto y definidor. Esas sensaciones, una vez experimentadas, ya no volverían a repetirse de nuevo al vivir la misma situación o contemplar idéntico paisaje al que en esa vez las hiciera nacer, sino que lo que estaba viendo o sintiendo estaría ya enmarcado por las propias emociones de ese instante fugaz que le daban, por ello, el definitivo cariz de experiencia única, en función del estado anímico que tenía entonces. Miró con cierta hostilidad al bello rubio que tomaba la sopa con gesto displicentemente elegante. Se preguntó qué pensaría aquel bello ejemplar, producto de un metódico y constante cuidado físico en el que no faltarían muchas horas de práctica de deportes elitistas, acerca de aquella hiperbólica y desmesurada merienda. Él, que irradiaba la exultante sensación de salud pletórica y de energía sabiamente acumulada sin un gramo de grasa bajo su bronceada piel, miraría con horror aquel disparatado plato que se saltaba todos los planes dietéticos para conservar un cuerpo esbelto y atlético Sintió por eso una punzada de antipatía ante quien era una manifestación de exaltación de la belleza del cuerpo y de la salud vigorosa tan de moda en los últimos años, siguiendo las directrices de los gustos impuestos desde los Estados Unidos, cuna de todos aquellos deportes de chándal y calentadores de piernas, a cuyos practicantes veía desfilar cada mañana por el parque cercano a su casa con una mezcla de aversión irónica ante tanto desgaste de energía inútil, vacía de todo significado. Aquel extranjero era la síntesis de la belleza fría en su perfección, pero en la que faltaba cualquier señal de humano y siempre necesario defecto. Era una especie de criatura biónica, en la que despuntaba el inhumano carácter de robot biológico, como si todas las partes de su cuerpo hubieran sido proyectadas, calculadas y corregidas por un artista que utilizara la carne humana para plasmar en ella sus ansias de belleza. Sin embargo, seguía faltando en su obra final el hálito imperceptible de un alma que diera humanidad a lo que, sin ella, sólo parecía un bello prototipo carente de toda necesaria y humana imperfección. Bebió un poco de café mientras miraba a quien representaba, como modelo a imitar, a todos aquellos buscadores a ultranza de la belleza física, cultivadores de la propia imagen externa y que parecían olvidarse de cultivar aquella zona siempre tan desconocida y descuidada en la que anidaba la imaginación, la sensibilidad y el idealismo. Se sentía ajena a esa extraña moda del "hágase a sí mismo físicamente", en una esforzada carrera para crear una imagen externa adecuada a los propios sueños en la que el cuerpo se convertía en el auténtico protagonista, pasando de simple soporte de la vida orgánica a un fin en sí mismo en la búsqueda constante de su perfección estética sin ningún tipo de reservas. Nunca le gustaron esas ideas imperantes por lo que había intentado no caer en todo estereotipo, estuviese o no de moda, huyendo de la compañía de aquellos obsesos de la lucha contra la flacidez y la arruga, con los que siempre terminaba discutiendo sobre la necesidad de cultivar, por encima de todo, una mente lúcida y creativa. Ésa era muy difícil de hallar en los cuerpos de silicona y plástico tan envidiados por esa mayoría a la que ella detestaba. Aquel céntrico local era el lugar adecuado para reflexionar sobre todo ello por la exhibición constante de rostros y cuerpos, aparentemente similares unos a otros que entraban y salían de la cafetería en un continuo fluir y refluir de la marea humana. Todos parecían estar buscando entre las otras sombras la suya propia proyectada, en ese deseo uniformador e impersonal de seguir una misma moda en ropa, peinados o maquillajes. Todo aquel mundo superficial le parecía ya extrañamente lejano en su cercanía. Quizá era ella la que, por su peculiar indumentaria, ponía el contrapunto estético necesario en aquel desfile uniforme de la moda en el vestir, irritante en su monótona repetición. Recordó también aquellas conversaciones con amigos y compañeros de estudios en la Universidad en los que solía hallar, generalmente, la misma vaciedad de ideas que en personas con un menor nivel de estudios y de inquietudes culturales. Siempre le decían que era una utópica por buscar conocimientos en las aulas y no sólo un título que le permitiera ejercer una profesión más o menos rentable. Se recordó a sí misma defendiendo la búsqueda de conocimientos, apasionante en sí misma y no sólo para encontrar una forma cómoda y bien pagada de ganarse la vida. Eso era lo que convertía a muchos universitarios en meros mercenarios intelectuales dispuestos a estudiar cualquier carrera sin vocación ni aptitudes para ella, tratando sólo de cursar la que les permitiera un mejor y posterior puesto en la sociedad, frustrando así muchas vocaciones y talentos naturales en pos del engaño materialista del triunfo social y - ¡Anda, que si buscara conseguir un puesto rentable con la licenciatura en filosofía, lo tendría claro! Estudio lo que me gusta y al hacerlo tengo con ello el único éxito que concibo en la vida. - Marta siempre se acaloraba con aquellas discusiones idiotas e inútiles sobre el éxito y si éste era sólo conseguir un puesto importante y con él obtener los dos ídolos de la sociedad: el poder y el dinero- ¿De qué sirve estudiar algo que no gusta y ser toda la vida un “triunfador” amargado por hacer lo que se detesta, por mucho dinero que pueda dar la profesión en sí, ejercida sin deseo, interés, ni vocación? - ¡Vamos! ¡No se puede ser utópico! Todos tenemos que vivir de nuestra profesión el día de mañana y no podemos estudiar algo que no nos va a servir para nada, como es la Filosofía, por ejemplo. -Raúl, desertor impenitente de esa disciplina que había cambiado por la licenciatura en Derecho, siempre trataba de justificar una supuesta opinión general para así afianzar la suya propia- La utopía está muy bien para otras cosas, pero no a la hora de elegir profesión para el futuro y asegurarse el plato de lentejas. - Si no somos utópicos o idealistas a los veinte años, entonces es que estaríamos muertos. Una vida sin ideales no merece la pena ser vivida. -el rostro de suave óvalo clásico de Marta parecía crisparse ante aquella demostración del más puro materialismo que la - ¡Vamos! ¡Como si la utopía sirviera para algo más que para presumir de ser un revolucionario de pacotilla! En el fondo, todos vivimos de nuestros padres y, si pudiéramos, alargaríamos los estudios durante más tiempo de lo posible para no dar ni golpe y seguir viviendo como estudiantes, que es lo más cómodo y divertido. -Raúl sonría cínicamente viendo el enfado de Marta, a la que tanto le gustaba provocar para oír sus defensas ardientes de los ideales y todas "esas chorradas" como él las llamaba- Si he cambiado a Derecho es porque es una carrera mucho más práctica y me puede dar “pelas”, que en el fondo, digamos lo que digamos, es lo que queremos todos. - ¡Venga, ya! Eso lo dirás por ti. Por eso crees que somos todos unas pancistas como tú. Hay gente que no se dejan comprar por dinero. Aunque tú eso no lo puedas comprender. La voz calmada y persuasiva de Camelo sonó entre el guirigay que se formaba siempre en el bar de la Facultad, donde Raúl iba a reunirse con sus antiguos compañeros, los "Quijotes y Dulcineas" como les llamaba con sorna. - ¡Ya! Si lo dices por los gilipollas de la comuna de París y todas esas sandeces de la Revolución de Mayo a los que muchos habéis adoptado como gurús, me dais risa. La mayoría de esos franceses que se han pegado de hostias con la policía son pequeños burgueses que están hartos de la monotonía de sus vidas universitarias y quieren hacerse los héroes de la revolución contracultural. Pero eso con todas sus melenas y sus discursos antiburgueses, a fin de mes vuelven a casa de los "papis" a poner el cazo. No hay un sólo obrero, que son los únicos que podrían tener derecho a protestar, que se haya metido en esos follones de los señoritos hartos de comer que quieren cambiar a la sociedad -y bajando la voz como si quisiera contar un secreto, agregó burlonamente- pero eso sí, empezando por la casa del vecino y no por la propia, porque como el viejo no suelte la guita a fin de mes, eso sí que iba - Si empezamos a ridiculizar todos los movimientos o revoluciones, políticos, económicos o sociales, entonces nos estamos cargando a toda la historia de la Humanidad - Marta respondía con todo su joven y sincero apasionamiento, que desdecía su actitud serena- . Cuando la Revolución Francesa que empezó como una postura de oposición de los ilustrados ante los abusos del poder éstos también eran burgueses como los que tú dices y fíjate lo que ha llovido desde entonces y la importancia que ha tenido en el desenvolvimiento filosófico y político de los países occidentales. - Sí, todo cambia para seguir siendo lo mismo. Ahora, pero de forma más sutil, se siguen cometiendo los mismos abusos que antes y si no acordaros del abuelo y sus La alusión al Régimen les hizo callar por un momento como siempre sucedía cuando se nombraba al gobierno de Franco. Todos miraron recelosos a su alrededor, por ese hábito adquirido a fuerza de vérselo a sus padres, como temiendo ser escuchados por alguien. La Brigada Social estaba infiltrada en toda la Universidad y nunca se sabía bien que rostro o - Además, dentro de veinte o treinta años me gustaría ver a los revolucionarios de la Comuna ce París y a todos los idealistas que le siguen la cuerda en todo el mundo. Me apuesto algo a que serán unos burgueses instalados, sin ningún ideal, ni ganas de tenerlo. Procurarán ganar la mayor cantidad de dinero posible y le inculcarán a sus hijos, los jóvenes de entonces, las excelencias de la sociedad capitalista. ¡Cómo si lo viera! -Raúl había hablado de nuevo ante el silencio que se había instalado entre todos. Aquélla frase premonitoria de su amigo se había cumplido sin ninguna duda. Los rebeldes estudiantes, de veinte o veinticinco años atrás, eran ahora unos cuarentones instalados en la sociedad burguesa, disfrutando de un status medio o alto y detentando el poder en muchos de los casos. Componían esa generación desengañada de su utopía, comprobando que nada había cambiado esencialmente desde aquella revolución que no había convertido al mundo en un lugar más Ella sabía que muchos de sus antiguos e idealistas compañeros ahora disfrutaban de las mieles de ser altos cargos de la Administración o ejecutivos en importantes empresas, pues todo su amor a la Filosofía se había quedado reducida a pura teoría y después de unos años hacían lo mismo que Raúl: cambiar de carrera hacia otra más productiva, o haciendo una segunda en busca de mejores expectativas. Sólo Carmelo y ella, de su grupo habitual, habían seguido fieles a su verdadera vocación y no claudicaron. Ahora su compañero era profesor de Instituto, con un porvenir sólo encaminado a la enseñanza y encerrado en los estrechos límites provincianos a los que había sido destinado. Se quedó mirando la fría superficie de la mesa, sobre la que estaba depositado el blanco sobre, preguntándose dónde habían ido a parar sus propios ideales de juventud cuando creía que su vida tendría que ser armónica y guiada sólo por la búsqueda de la belleza y la verdad, saciando así su deseo de conocimiento como único camino para alcanzar la plenitud. Un sabor amargo, como de fruta pasada, parecía subirle desde el estómago al ver su propia realidad de mujer hecha añicos ante una realidad negadora de todas sus ilusiones y sueños de felicidad a los que un día se creyó acreedora. Ahora, allí frente a ella estaba la evidencia de su derrota que era la pura y cruda verdad sobre su vida. Recordó sus deseos por defender la libertad de expresión y su ansia de respeto por otras ideas que no fueran las de la mayoría. Entonces creía firmemente en el derecho a ser diferente en opinión, gustos, creencia o conducta. Sin embargo, en una pirueta sarcástica, su propia vida le ponía frente a sí la factura que ésta le pasaba para comprobar si, en verdad, estaba dispuesta a pagarla en aras de sus ideales; aunque de una cosa estaba segura: de que no admitiría que su propia dignidad de persona fuera el precio que tendría que pagar a cambio de no perder su propia forma de vida, normal en su nivel social, con una muda aceptación claudicante de lo que su propio alma de mujer rechazaba asqueada. Ahora sí que había podido comprobar personal y dolorosamente una verdad que antes se le escapaba, porque eran cosas muy diferentes creer y asumir los ideales abstractos de respeto a las ideas ajenas, una; y, otra muy distinta, aceptar ser víctima del ejercicio de esos mismos derechos por los demás. Esos mismos derechos que, aunque fuera contradictorio, ahora comprendía que casi siempre producían daños irreparables a quienes, irónicamente, eran habitualmente los propios defensores de su libre ejercicio por quienes eran sus detentadores, siempre criticados y perseguidos. Cerró los ojos por un momento detrás de los sombríos cristales de las gafas, pensando la pirueta sarcástica que representaba comparar su propia realidad conyugal con los planteamientos que antes habían conformado su propio bagaje ideológico. Eran demasiadas imágenes las que se agolpaban en su mente en aquella tensa espera a la que estaba obligada a someterse en aquella céntrica cafetería, mientras sentía agujas de hielo en el estómago al recordar, en aquel tiempo detenido y a la espera del momento oportuno para entrar en acción, escenas de su vida que ya creía olvidadas aunque los rostros, nombres y situaciones parecían tomar cuerpo ante ella con nitidez, quizá, producto de la tensión que la espera le producía como si sus sentidos estuvieran alertas, sumidos en una hiperestesia que agudizaba todas sus sensaciones Miró fijamente los restos de comida en su plato. Allí estaban reflejados, alegóricamente, sus propios e inútiles intentos de luchar contra la infelicidad que había padecido. El caramelo manchaba con oscuros surcos deslizantes la antes inmaculada superficie de la nata que se diluía en aquel valle dulce y pegajoso en el que los restos de tortitas eran como ruinas abandonadas de antiguas y altivas edificaciones. Sí, así había sido su vida, una auténtica ruina de lo que antes fueron hermosas y bien cimentadas ilusiones a las que, unas u otras circunstancias en la rueda de la fortuna de la existencia, habían echado por tierra; dejando a sus pies los restos desmoronados e irrecuperables como aquellos trozos de comida desechada. El hombre de la barra la seguía mirando de soslayo. No hacía falta que él mirase también al bello rubio que comía indiferente a todos para que se hiciera evidente la antipatía que sentía aquel solitario hacia el extranjero puesta de manifiesto, precisamente, en su ausencia de miradas; como si con aquella patente indiferencia hacia quien era el protagonista absoluto de toda la atención, quisiera borrar su presencia y la influencia notoria que ejercía sobre quienes le rodeaban. La mujer también evitaba mirar hacia la barra porque le resultaba muchas veces casi imposible no encontrarse con la mirada atenta del hombre de corpulenta figura sentado en el taburete, cada vez que ella miraba hacia la puerta o hacia algunos de los clientes que se movían en sordina sobre el suelo enmoquetado. . Aunque no sentía ninguna atracción física hacia su mudo admirador, sí notaba hacia él esa sutil camaradería que surge entre los solitarios y que hace nacer entre ellos la comprensión de la propia soledad y sus desoladores efectos cuando se ve en otro el fiel reflejo de esa triste condición de solitario. Cambió de postura, cansada de la espera y sintiendo los músculos agarrotados. Eludía chocar sus ojos con el sobre porque no quería ver de nuevo aquellas imágenes contenidas en él que sólo eran las pruebas físicas impresas sobre una cartulina de esa realidad dolorosa y encubierta que había vivido tantos años y que ahora se manifestaba en su justa significación a la luz de aquellas fotografías y del informe profesional, frío y aséptico, sentencia definitiva de la verdad que antes sólo le hubiera parecido increíble y producto de una imaginación calenturienta. De nuevo, se hizo patente en su campo visual aquella cara que tenía frente a ella y que esperaba con tranquilidad el segundo plato, mientras hablaba con voz extrañamente baja y confidencial que hacía reír a su acompañante. Éste respondía con un movimiento de cabeza insinuantemente afirmativo y en un momento dado hizo un gesto con las manos que ella no pudo ver por estar de espaldas y que fue respondido con una carcajada del extranjero que esta vez no pudo, o no quiso reprimir, aquella explosión de júbilo en la que sonó, por un momento, un extraño eco de alarido victorioso. El otro hombre respondía ante aquella hilaridad con una risa casi nerviosa, pero en la que se mostraba toda la secreta intención que aquel misterioso ademán había dibujado en el aire como consecuencia del comentario sabiamente lanzado por el maestro de ceremonias. Las dos risas quedaron suspendidas en un eco distorsionado pero en el que flotaba todavía el oculto significado de aquellas carcajadas que habían brotado con la fuerza de una tromba de agua que se abre paso horadando los obstáculos que encuentra en su camino. En aquel instante, toda la atención de la mayoría de los clientes se concentró sobre esa mesa porque, sorprendidos por aquella explosión de júbilo, giraron sus cabezas para mirar a los dos hombres de risas sonoras que rompían el amorfo ambiente de moqueta y sillones de terciopelo con aquellas carcajadas que sonaron como detonaciones. Las mujeres acentuaron el brillo goloso de sus ojos al mirar hacia aquel ejemplar masculino que parecía aumentar aún más su magnetismo con aquella demostración de desenfadado humor. La solitaria mujer movió la cabeza en un imperceptible gesto de negación ante aquella desmesurada demostración de hilaridad, sintiendo una ráfaga de fría hostilidad hacia el exultante rubio y su acompañante que eran como un soplo de alegría casi obscena entre aquellas voces y conversaciones en sordina. Bebió otro poco del café que aún quedaba en la taza, y notó su frialdad. No le extrañó por el tiempo que permanecía ante ella, olvidado e intacto, como tampoco le asombraba su frío e indiferente estado de ánimo que poco tiempo antes le hubiera parecido imposible de tener en momentos como aquél, preludio de un final que, aunque dibujado en su mente, podría tomar otros inesperados y temibles derroteros. El hombre de la barra permanecía mirándola de reojo con gesto cada vez más mohíno y cansado. Le hizo sonreír aquella atención tanto tiempo mantenida, teniendo en cuenta que el lugar estaba lleno de mujeres, con o sin compañía masculina, y muchas de ellas eran atractivas y sugerentes. De todas formas, ella parecía ser la favorita de aquel solitario con ansias de conquista o, más bien, con El camarero seguía afanándose en atender a la pareja que degustaba el entrecot con apetito, reforzado con el abundante vino de marca que el camarero escanciaba, una y otra vez, en las copas que se iban vaciando con la misma La mujer sacó un espejo del gran bolso que llevaba y se miró en él, satisfecha de la imagen que vio reflejada y que era desconocida para ella misma. Comprendió que no era extraño que quien la conocía no la hubiera reconocido, ya que su aspecto no tenía nada que ver con el suyo habitual. Vio su rostro, ocultando los ojos detrás de los negros cristales de las gafas de sol, en el que servía de contrapunto colorista la roja mancha de carmín. Los negros cabellos de la peluca, con un corte simétrico y favorecedor, rodeaban su rostro al que había dado nuevos relieves con el maquillaje de fondo y el colorete sabiamente distribuidos, acentuando sus pómulos que resaltaban, más aún, el aspecto de mujer enérgica y misteriosa. El resto de su atuendo lo componía el negro y largo abrigo que se ceñía a su cuerpo dibujando la esbeltez de su silueta, pero marcando la rotundidad de unas curvas que Satisfecha del examen, recogió el espejo y al levantar la vista se encontró otra vez con la ávida mirada del solitario de la barra que parecía entender su preocupación por su aspecto como un innegable signo de coquetería, animándole en su muda y expectante admiración. El hombre le envió la mejor y más sugerente de sus miradas que le irritó ante aquella continuada demostración de atención, haciéndole recordar otra época en la que ella también intentaba reclamar la atención de aquella figura masculina siempre ausente y distante que era su marido. Ese recuerdo lacerante, por lo humillante que era en su actual situación de quien desprecia y se extraña de haber querido alguna vez a quien sólo le despertaba ahora odio o indiferencia, le hizo sentir casi lástima hacia aquel solitario desconocido también víctima de una desaforada necesidad de reclamar atención y, quizá, sexo de alguien tan próximo y lejano a la vez como era ella misma. Esa actitud de atenta admiración hacia otra persona parecía ser algo no usual en la conducta del rubio bello e indiferente que comía cerca, recibiendo también la admirada atención de su acompañante que aceptaba con burlona indiferencia, lo que se notaba en la ironía con la que le miraba a pesar de la aparente cordialidad Sintió deseos de renunciar al objetivo que le había llevado hasta allí porque su espera le producía una extraña mezcla de impaciente crispación que le impedía concentrarse mucho tiempo en un mismo foco de atención y le provocaba aquella tensión que aumentaba por momentos. Tuvo la tentación casi irrefrenable de salir corriendo, abandonando su propósito y dando un carpetazo definitivo a todo aquel patético y peligroso asunto. Sólo era necesario levantarse de esa mesa, cruzar el local y salir al exterior. Después, dormiría en la fría habitación del hotel y cuando llegara el día siguiente iría a buscar a sus hijos para empezar de nuevo, sin mirar Luchó contra aquel acuciante deseo, pues tuvo la certeza de que eso sería hacer su fracaso más profundo y humillante. "Jamás una huida hizo ganar batalla alguna, pero sí la derrota más vergonzosa". Recordó aquella frase leída no sabía dónde. Ella nunca había huido de lo difícil o doloroso, quizá por ello ahora se sentía derrotada ante un enemigo superior en capacidad de cálculo, frialdad y falta de Seguía oyendo, esporádicamente y sin ilación, frases que le llegaban desde la otra mesa cercana. Uno de ellos parecía que había contado un chiste que produjo la hilaridad de ambos otra vez. No quería prestar atención a lo que decían porque era concederles una deferencia a la que no eran acreedores, indiferentemente próximos en su propio y cerrado universo acotado por las jardineras que ponían una barrera natural entre ambas mesas y los secretos inconfesables que parecían intercambiarse entre ellos dos. La mujer indiferente a la conversación cercana que le molestaba aún desconociendo su contenido se acordó que siempre creyó que apartándose de toda la basura existencial era la mejor forma de evitar ser contaminada. Había vidas, como la suya, que eran las depositarias finales de ajenos desechos morales, sufriendo los efectos y la vergüenza de actos de otros en los que ni habían participado ni consentido. Ahora comprendía que debía comprobar por sí misma que aquel mar de estiércol en el que se ahogaba, especialmente desde hacía unos días, era real y no sólo producto de una falsa información o unos datos equivocados, y para comprobarlo sólo tenía que revolcarse en aquel fango para sí asumir total e irrevocablemente la propia miseria moral que le había sido ofrecida y obligada a digerir a la fuerza. Por eso no podía huir, ya que tenía que apurar hasta el fondo su copa de acíbar, en aquella dolorosa farsa en la que la habían obligado a participar. Miró el reloj impaciente, temiendo y deseando a la vez comprobar que ya quedaba poco para ponerle el punto y final a aquel último acto de su drama personal, aunque el epílogo solo los años podrían escribirlo en clave de serena aceptación del dolor y el desengaño sufridos. Cogió el sobre y lo abrió con firme determinación como si de pronto se diera cuenta que era absurdo querer ignorar su contenido y que, además de conocido para ella, ya se creía capaz de volver a mirar sin sentir ninguna emoción impropia estando en un lugar público. Sacó el informe pulcramente mecanografiado como en un intento de su autor de aminorar el efecto de su contenido con una bella presentación y dejó las fotografías en su interior, centrando su atención en el escrito que era la prueba concluyente y daba significado a las imágenes anodinas en sí mismas. Sólo aquel escrito que les acompañaba otorgaba un revelador sentido a las fotografías, desvelándolas en toda su demoledora y cruda verdad. Lo desdobló con cuidado, no sin antes mirar de reojo las brillantes superficies de las fotografías que seguían en el oscuro escondite de papel. Comenzó a leer forzando la vista tras los negros cristales de las gafas que le dificultaban la visión, deteniéndose por momentos en aquellas líneas que ya sabía casi de memoria pero que ahora parecían cobrar un nuevo protagonismo; quizá, por la influencia del ambiente y de las personas que la rodeaban. Veía, o más bien recordaba, las ya tantas veces releídas líneas, redactadas con el frío estilo de un informe profesional y que le parecían su propia y definitiva “ Zapata, Agencia de Detectives A petición de mi cliente, Dª Marta Álvarez Miranda procedo en la fecha de 5 de febrero de 2002 a realizar un seguimiento de Arturo Álvarez Coronado, comenzando en el portal donde tiene éste ubicado su estudio de arquitectura, cuya dirección es Príncipe de Vergara, 254. Desde las cinco de la tarde que comienza dicho seguimiento el abajo firmante permanece a la espera de la salida del investigado, el cual suele producirse, según información facilitada por mi cliente, sobre las 17 a las 18 horas. Una vez se produce su salida a las 17,22 horas, en las que sale al volante de su automóvil, matricula MG-4347-XZ, marca Audi, desde el interior del garaje de dicho edificio, comienzo el seguimiento propiamente dicho y, después de un corto trayecto principalmente por la calle Serrano que finaliza a escasos metros donde se encuentra su domicilio particular en la calle Alfonso XII nº Allí aparca el vehículo y se dirige al interior del portal, lo que me hace pensar que volverá a salir poco después por el hecho de no haber utilizado el aparcamiento del propio edificio, situado en los bajos del mismo. A las 19,45 horas, aparece de nuevo el mencionado individuo y poniéndose al volante de su coche se dirige por la calle Montalbán, Paseo del Prado, Plaza de Cibeles y Paseo de Recoletos, hasta el Hotel Europa. Allí deja aparcado el coche en el parking del establecimiento y se dirige hacia la cafetería que se encuentra en su planta baja. Una vez en el interior, se sienta en una mesa y solicita una consumición. Posteriormente se dirige a la zona de teléfonos y realiza una llamada y a las 8,25 se introduce en el vestíbulo del hotel, dirigiéndose a la planta quinta, habitación 543, en la que entra después de llamar por abrirle quien permanece detrás de ella, sin dejarse ver. Dicha habitación está reservada a nombre de Marlene Schneider y su acompañante desde hace tres meses aproximadamente. En dicha habitación permanece el investigado hasta las 24,57 horas, en las que abandona la misma y saliendo del hotel, vuelve a dirigirse a su propio domicilio en su coche, esta vez dejando el automóvil en el interior del garaje del edificio, poniendo a esa hora fin al seguimiento de dicho día. En días sucesivos se produce el mismo seguimiento con igual resultado y que, para evitar repeticiones inútiles, se describen a continuación los horarios e itinerarios de forma sucinta; ya que, tanto el lugar de partida y el de destino son idénticos, cambiando solamente en pequeños detalles que se indican en cada ocasión. Hay que destacar que en todo el mes de seguimiento, desde el 5 de febrero de 2002 hasta el 4 de marzo de este mismo año, realizado en cada uno de los cinco días laborables de la semana, siempre se produjeron los mismos hechos de salida del lugar de trabajo, a continuación llegada a su domicilio particular, nueva salida del mismo y llegada al hotel antes mencionado. En los pocos días en los que se alteró dicho recorrido, o bien por no ir al propio domicilio y dirigirse directamente al hotel, o por hacer antes unas paradas intermedias que se detallan en el lugar, fecha y hora en que se produjeron, siempre se repite la ida al hotel, aunque en ocasiones y en las fechas que se señalan, se encuentra en la cafetería mencionada con la segunda persona que ocupa actualmente dicha habitación y permanecen allí durante el tiempo necesario para cenar, sin pasar al comedor del propio hotel, prolongando su estancia en dicho local hasta poco antes de la madrugada, pero subiendo a continuación a dicha habitación y permaneciendo en ella varias horas. Dichas fechas y horarios detallados se indican en la relación anexa.” Abandonó la lectura, pero no el papel que se quedó prendido en su mano con la extraña inmovilidad de un pájaro muerto, mientras sus ojos se dirigían hacia lugares que parecían estar más allá de cualquier horizonte visible. No le hacía falta seguir con dicha lectura y la interminable retahíla de fechas, horarios y trayectos que tenían el denominador común de un destino fatalmente realizado, con esa simetría que confiere l a rutina a unos hechos cotidianos. Esos mismos actos que antes, para ella, por ignorados o temidos, se revestían de una sombra de sospecha, frágil y resbaladiza como toda duda, quedaban ahora explicados a plena luz con la amarga coherencia con que la fatalidad enhebra los actos en la trama que va conformando el tapiz de la existencia de su víctima. Volvió a meter aquel informe en el sobre, como si ya no pudiera soportar la quemazón que le producía en las manos. Miró de nuevo a su alrededor, pero con una mirada que expresaba más desinterés que la atención hacia lo contemplado. No tenía que hacer esfuerzos para asimilar los mazazos que aquellas líneas le habían supuesto y que ahora resonaban en su cerebro como el eco machacón y repetitivo de un sonido que ha taladrado durante mucho tiempo los tímpanos de quien lo soporta. Había ya pasado lo peor de aquel instante cuando tuvo en sus manos la confirmación de aquella sospecha que ahora era evidente en su realidad, dejándola paralizada sin comprender su verdadero significado que, al principio, se le escapaba y que, poco a poco, se fue haciendo un sitio en su cerebro, estallándole el fogonazo de su asimilación en la mente como una granada. Sí, sólo después de muchos días, semanas incluso, había aceptado aquella evidencia a la que no quería o no podía asimilar. Fueron días atroces en los que recordaba la frase que sonó en la oficina del detective como un trallazo y que, al principio, le parecía algo absurdo y carente de relación con su problema. Sentía en aquellos instantes, sentada ante la atenta y escrutadora mirada profesional, la misma sensación que tendría un enfermo al que el médico le hace un diagnóstico disparatado por culpa de unos análisis equivocados en sus resultados o pertenecientes a otra persona. Recordaba la mirada comprensiva del hombre ante su cara de estupor y desconcierto, como quien trata de comprender un idioma extraño y la frase de éste, rotunda, seca y sin tapujos, que le quitaba toda duda al asunto, pero que producía en ella una mayor sensación de irrealidad y negación de lo que era evidente según las pruebas y que era aquella verdad que no aceptaba ni comprendía entonces. La conversación con el hombre serio, menudo y concienzudo que había realizado aquel impecable informe transcurrió mientras le ofrecía un cigarrillo que ella rechazó y que él encendió después con la tranquila y segura profesionalidad de quien está acostumbrado a aquellas escenas desagradables, especialmente para quien tenía frente a él en cada ocasión. - Lo siento, señora, pero sus sospechas eran ciertas, aunque no en su exacto -Ya lo veo. Pero no entiendo exactamente qué significan estos datos. - Comprendo su extrañeza al ver esos resultados. Siempre escapan a toda lógica y, sobre todo, descubren una realidad que es distinta de la que al principio se pensaba. Pero, es mejor para usted conocer toda la verdad, y no seguir estando engañada ni un día más. Ella se quedó en suspenso, sin dar crédito todavía a los detalles pormenorizados que, además de estar escritos en el informe, él le explicaba de viva voz mientras la miraba con atención no exenta de cierta compasión. Por fin, pudo volver a hablar, mirando casi con un mudo ruego en su pregunta que buscaba la negación de aquella absurda y terrible evidencia. - Pero, ¿no hay ninguna posibilidad de error en la apreciación de esos datos? Quiero decir, que el motivo de todos esos actos puede ser otro distinto y. -Lo siento, pero he comprobado todos y cada uno de ellos, y le aseguro que he buscado antecedentes de esa persona y sus relaciones, y no deja ninguna duda. Además, no sabe usted lo que está dispuesto a contar un camarero de hotel cuando se le sabe gratificar Lleva tres meses, aproximadamente, hospedado allí y mis informantes saben demasiadas cosas al respecto porque las han visto personalmente con toda clase de detalles que omito decirle por ser demasiado escabrosos. - Me temía algo, aunque no sabía bien qué. Pero, jamás pudiera haber sospechado que la verdad sería tan, tan -después de un instante de vacilación, como tratando de encontrar la palabra adecuada, agregó con un hilo de voz- tan asquerosa. -Le aseguro que después de conocerla a usted, aún entiendo menos el comportamiento de su marido. Deben de ser los años, pero hay cosas, y ésta es una de ellas, que se escapa a mi entendimiento. Debo ser de otra época, o que no acepto ciertas conductas que ahora se reputan "normales", y que me parecen más propias de enfermos que de personas en sus cabales. -después de hacer un corto silencio durante el que dio una larga y profunda calada al cigarrillo, añadió en tono más bajo y ronco, como queriéndola convencer de sus palabras, mientras la miraba a los ojos-. De todas formas, es mejor conocer la verdad que seguir viviendo en la ignorancia y el engaño. Lo siento de veras. El hombre terminó su frase de condolencia con un tono sincero que ella agradeció con un movimiento de cabeza, intentando no hablar porque sabía que se le iba a escapar un sollozo en cualquier momento y no quería que él la viera llorar. Se levantó con el sobre que le había entregado minutos antes y que ahora parecía quemarle en las manos, mientras una sensación de vahído le hacía sentirse insegura cuando caminaba hacia la puerta del despacho y que le siguió acompañando hasta que llegó a su casa y se desplomó, en la soledad de su habitación, sobre la cama, rompiendo a llorar con una total desesperación, abandonándose al dolor y a la angustia. Así, la sorprendieron sus hijos a la vuelta del Instituto, quienes, en silencio y sin preguntar, le dieron un beso y se dirigieron a sus habitaciones con la callada sabiduría de quien no necesita preguntar para saber la respuesta Salió del oscuro túnel de sus recuerdos cuando oyó de nuevo la estentórea y vibrante risa del comensal que acompañaba al bello y espectacular rubio. Irritada ante aquella muestra de júbilo que le llegaba desde aquel muro que el dolor y la ira había establecido entre ella y el mundo circundante, miró hacia la mesa próxima y comprobó que ya estaban terminando el segundo plato y pedían el postre al camarero y, como siempre, llevando la iniciativa el extranjero. Sintió que le asaltaban náuseas repentinas, como si el exceso de dulce o el propio asco hacia lo que había leído le embargara, haciéndole sentir deseos de vomitar. Comprendió que eran los nervios contenidos los causantes de aquella desagradable sensación. Respiró hondo procurando calmar su estómago y sus propias emociones y bebió ansiosamente un poco de agua del vaso que el camarero, en un gesto insólitamente amable hacia ella, le había servido al principio sin habérselo pedido, quizá con el propósito de ahorrarse una posterior molestia, sabedor del efecto empalagoso de aquella merienda y la necesidad de beber que todos experimentaban después. El hombre de la barra, con gesto aburrido, seguía sentado con esa calma indiferente de quién está en un lugar porque no sabe bien dónde ir. Sus miradas se cruzaron y en la de él brilló una chispa de esperanzada interrogación cuando notó que ella también le estaba observando. La mujer giró la mirada hacia la mesa, desviando así la atención, dejando otra vez al hombre un tanto desconcertado por aquélla repentina mudanza en su foco de interés. Frente a ella, la cabeza del hombre que comía con el extranjero sobresalía del muro vegetal al que daba la espalda. Dejó que su mirada se detuviera en aquel cráneo un tanto redondeado que le hizo recordar la palabra "braquicéfalo", tantas veces leídas en sus años de estudiosa aficionada a la Psicología, materia que le había gustado siempre como una forma inconsciente de buscar en ella explicaciones a la conducta humana. Estaba convencida de que la comprensión era lo único que justificaba, junto con la tolerancia hacia la idiosincrasia ajena, la aceptación en esa humanidad de la que ella formaba parte de las imperfecciones de la que adolecían La náusea parecía haberse adormecido por aquélla frescura inesperada del vaso de agua, lo único transparente y diáfano que había en esos instantes a su alrededor, como si todo lo demás estuviera velado por la nebulosa pátina de su propia amargura desengañada. Oyó una frase perdida entre el rumor permanente que había en la cafetería, y que resonó en sus oídos como una detonación - ". y ella me intenta sonsacar la causa de mi falta de interés y sólo le contesto que estoy cansado y que debe comprender que yo no puedo responder como antes. Aunque claro, lo que no le digo es el motivo del cansancio, ja, ja, ja". Aguzó el oído intentando entender lo que decían, inesperadamente interesada en aquellas palabras antes inaudibles. Parecía que todo le ayudaba a ello porque el rumor que minutos antes servía de telón de fondo, sofocando el sonido de la conversación de la mesa cercana, se había esfumado tras un grupo de turistas que antes habían llenado las mesas próximas y después abandonaron el local, dejando una improvisada isla de paz y silencio tras su marcha. - ¿Pero, todavía sigue intentando seducirte? ¿Es que es tonta o se lo hace? -la voz fuerte y bien timbrada del extranjero preguntaba con un tono en el que sonaba un acento de ironía burlona, matizado por la complicidad que flotaba en la pregunta como el humo del cigarrillo que acababa de encender mientras esperaba el - No, es muy inteligente, pero aún cree que todo es cuestión de aburrimiento por mi parte. Desde luego, paciencia y constancia si que tiene, eso lo ha demostrado con creces, porque después de lo que me lleva aguantado, y que no es poco, aún no - Debe de ser porque la constancia y la paciencia es la única arma de los perdedores porque nunca llegan a aceptan su propio fracaso -el tono burlón hacía un extraño contraste con el acento de erres matizadas por una larga práctica en hablar el español- De todas formas, no te confíes demasiado porque antes o después siempre terminan enterándose de todo. Ten cuidado con su apariencia de estar ajena, porque te puede dar una sorpresa cuando menos lo esperes. Ambos bajaron la voz, dándose cuenta del silencio que empezaba a reinar a su alrededor como temiendo ser oídos, lo que acentuó la extraña sensación de vacío en ella que sintió de nuevo aquella náusea como un eco fisiológico ante aquellas palabras hirientes para sus oídos acostumbrados al sordo rumor de la conversación lejana y que, por vez primera, se había hecho audible, acercándole una parcela de aquella intimidad entre los dos hombres que le desagradaba . Sólo iban quedando ya los últimos rezagados después de marcharse el nutrido grupo de turistas, quienes, en su salida de la cafetería hacia el jardín, habían convertido durante unos minutos aquella zona en una jaula de grillos por las exclamaciones de júbilo, risas y comentarios en el más puro acento yanqui. La algarabía se produjo al reconocerse unos a otros al entrar el grupo más rezagado, segundos antes de iniciar la salida el primero, a la cabeza del que iba un gigante de cutis rojizo y pelo de calor panocha que parecía ser, por el entusiasmo despertado en los que salían del local, el líder indiscutible de aquel grupo de viajeros del otro lado del Atlántico y quienes, por sus modales y campechana risa, ponían en el frondoso jardín del hotel un tono parecido al de una reunión de granjeros de La calle también empezaba a ser en esos momentos, tras las amplias verjas del jardín, el escenario bullicioso de los grupos animados que salían en oleadas cambiantes y movidas de las discotecas y cines cercanos. La solitaria mujer se pasó una mano por la frente, deseando ansiosamente que aquello terminara pronto y así poder salir del local, aunque sólo fuera unos segundos para respirar aire fresco. Miró impaciente el reloj de pulsera y vio como parecía estar estancado en las nueve y veinte. Sabía que aún le tocaba esperar más de media hora, si sus cálculos no eran erróneos. En fin, aún tendría que saborear, sin gusto y sin deseo, aquel plato de amargo sabor a hiel que representaba su estancia en aquel lugar esperando el momento de entrar en acción. Respiró profundamente, tratando de poner orden y calma en sus propios sentimientos que, por momentos, se volvían más caóticos y desordenados. Era consecuencia de aquella inactividad expectante y obligada la que estaba poniendo sus nervios tan tensos como cuerdas de violín, notando que en cualquier instante podría perder el control de su aparente calma y echar todo a perder, como la nota desafinada de un instrumento no bien templado por la mano Aquella frase cogida al vuelo minutos antes le hizo pensar en su propia vida y en todas aquellas escenas que, grabadas en su memoria como una marca dejada por el ácido sobre un papel, había intentado sepultar en lo más hondo de su mente. Sin embargo, ésta las hacía aflorar al menor estímulo externo hacia la superficie, creando en ella el mismo vacío de estómago que sentía en los momentos de angustia, cuando el pánico contenido se convertía en un hondo y tenebroso precipicio de ansiedad al que intentaba no caer, luchando con todas sus fuerzas. Pero las escenas volvieron a su memoria con la resistente persistencia y nitidez que tiene todo lo que se quiere olvidar y esa misma represión lo convierte en imágenes más profundamente grabadas en el recuerdo. Cansada de la oscuridad que le proporcionaban las gafas, se quedó mirando, casi hipnotizada, aquellos helechos que la separaban de la mesa donde seguían hablando otra vez de forma inaudible para ella, lo que le permitió bucear más aún en el siempre doloroso y frustrante mar de sus recuerdos que parecían tomar vida reflejados en aquella verde pantalla vegetal que tenía ante ella y se convertían, poco a poco, en imágenes más reales que las que la rodeaban, casi sombras tras la nebulosa de su ansiedad en aquella interminable espera. Se sumió en esos recuerdos por completo, alejándose de aquel lugar, como la alucinación borra de la mente del náufrago la propia conciencia de su soledad irreparable, llevándolo hasta aquellos lugares para siempre abandonados en los que aún cree estar. - ¿Pero otra vez vas a faltar a la reunión familiar? Ya no sé qué excusa decirle a mi - Le dices la verdad, que tengo una cita con unos clientes con los que he de reunirme para mostrarles unos planos y discutir ciertas innovaciones. Ya sabes cómo son los alemanes de metódicos y meticulosos en todo. Y no están los tiempos como para ponerles pegas y por eso se vayan a buscar a otros arquitectos más complacientes con sus clientes. No se les puede dar facilidades a la competencia. - Sí, pero ya es ésta la quinta o sexta vez que faltas a alguna fiesta familiar. Desde luego, tus clientes deben estar muy contentos contigo pues pueden considerarse tu segunda familia, porque a ellos les ves más que a la primera La voz de Marta sonaba con un tono de reproche que quería ocultar toda la ira y el rencor que sentía, mientras hablaba con amargura ante lo que ya consideraba una irremediable decisión de su marido, pues le conocía muy bien y sabía que nada le haría - Sí vas a empezar con tus reproches, me voy ahora mismo al despacho. No estoy dispuesto a tener que hacerme perdonar lo mal que me estoy portando contigo y tu familia, porque esa canción la tengo oída muchas veces y ya me cansa. Lo único que pretendo es traer dinero a casa para mantener este nivel que tanto te gusta. Ella se puso rígida al oír aquélla insinuación tantas veces escuchadas de que era una mantenida. Sintió un amago de tristeza al oír nuevamente aquella excusa que él utilizaba como arma arrojadiza, haciéndole culpable de una situación de la que él mismo era responsable, aunque cada vez le hacía menos daño porque ya la escuchaba con la fría indiferencia que produce una misma historia oída muchas veces y que, por ello, pierde toda su fuerza como argumento ofensivo, pero le deprimía oírselo decir porque le anunciaba que el ataque por parte de su marido era inminente. Sentía un brote de hastiada amargura al ver reducida a aquella miseria toda la ilusión, el amor y la entrega que le había ofrecido a él, que ahora frente a ella la miraba con esa cínica sonrisa en la que siempre veía la sombra velada de una fría hostilidad. "¡Dios mío! ¿Cómo he podido creer alguna vez en este hombre y en sus promesas? Sigue siendo el mismo cobarde que descubrí hace tiempo que era", pensaba mientras procuraba calmar la amargura que le nacía en algún recóndito rincón de su ser mientras veía los esfuerzos del hombre de poner en sus ojos, de un gris desvaído, la fría sombra de una falsa amabilidad que era tan postiza como su aparente calma. Siempre le parecieron tan fríos y cortantes aquellos ojos como el filo de una navaja porque estaban desprovistos de toda emoción. Mientras fumaba la olorosa pipa, él miraba con gesto indiferente hacia la ventana que tenía enfrente como tratando de evitar entrar en una discusión porque no tenía deseos de perder la calma que le producía la espera de esa hora en la que volvería a sentirse vivo otra vez. -Felicita a tu hermano de mi parte y le dices que ya nos tomaremos una copa juntos para celebrar su cumpleaños, aunque sea días después. Debe comprender que yo no soy funcionario como él y por eso no tengo la suerte de tener un horario fijo. Él está muy mal acostumbrado. Los profesionales libres no podemos dar el carpetazo hasta mañana, como hacen en los Ministerios. Los horarios nos lo imponen los clientes, nos gusten o no. "Sigue con sus mismas artimañas de siempre. Ni siquiera se molesta en buscar nuevas excusas. Parece que no le importa lo que yo piense de él, ni lo que sienta". Marta le miraba con un gesto inexpresivo, tratando de ocultar su propia tensión y el deseo de gritarle, expresando así su amargura, como si intuyera que si estallaba sería ya el final de aquel largo túnel en el que se había convertido su matrimonio, y en el que aún no encontraba la luz de la salida, por lo que no quería precipitar una huida que sólo la arrojaría a una mayor - Supongo que no vendrás a cenar esta noche, tampoco -lo que era una pregunta había sonado como una afirmación en la que flotaba el eco de una velada acusación. - No lo sé, pero para evitarte una espera inútil, en principio piensa que no vendré. Casi siempre, la cosa se complica y tenemos que prolongarla hasta la madrugada. - Si, ya sé cuando terminan esas reuniones. La voz fría de Marta hizo que su marido la mirase con gesto de disimulado recelo. No sabía qué pensar de la afirmación de ella pues dudaba si era un reproche implícito por sus ausencias repetidas o una aceptación forzosa de una realidad que no agrada pero a la que se acepta resignadamente por saberla inevitable. La cálida atmósfera creada por el aroma del café y el tabaco de pipa envolvía a la pareja en una nube de inesperado matiz hogareño que servía de contrapunto a la gélida indiferencia con la que ambos se hablaban, manteniendo unas actitudes de civilizada cortesía que desdecía la hostilidad que surgía del fondo de aquéllas excusas dichas para cubrir un vacío que cada vez se hacía más grande entre ambos. Marta se levantó para ocultar la tensión que le producía la fría y cínica indiferencia con que él fumaba la pipa, mientras saboreaba la segunda taza de café. Le conocía lo suficiente como para ver debajo de esa fría calma el recelo de quien no baja la guardia porque se sabe descubierto en una impostura. Ya no le importaba tanto saber el motivo de sus ausencias como el advertir la falta de escrúpulos en él porque no se conformaba con hacer lo que quería en cada momento, sino que demostraba una total indiferencia ante los sentimientos de ella por la inverosimilitud de sus propias coartadas. Demostraba claramente que no le afectaban sus sospechas, pero no quería oírlas para no tener que justificarse inventando cualquier argumento que validara sus mentiras. Él buscaba su propia comodidad y no evitar el sufrimiento de ella. Era eso lo que más le dolía, más aún que el posible engaño que se ocultara detrás de tantos pretextos inútiles. Por eso, no quería que él la viera sufrir. No se merecía tanto dolor como ofrenda. Intuyendo los sentimientos de su mujer, intentó buscar una frase amable que hiciera terminar con aquel momento de tensión, evitando así perder el buen humor que le producía la certeza de una velada en la que volvería a sentir por unas horas la embriaguez de los -¿Y tu hermano, como está? Espero que siga de tan buen humor, como siempre. Ella le miró sin responder ante aquella nueva muestra de hipocresía a la que estaba tan acostumbrada. Sabía la envidia que su hermano despertaba en su marido por el carácter abierto y coloquial de aquél y su reconocida generosidad, que tanto había criticado Arturo en reiteradas ocasiones, afirmando que con su afición a derrochar estaba poniendo en peligro su la seguridad de su familia. Aquello, pensaba, sólo era la venganza de alguien que, en tiempos ya pasados, había tenido que recurrir a la ayuda de quien ahora criticaba para conseguir los primeros contratos como arquitecto, valiéndose así de las buenas influencias y amistades de su cuñado. "No hay peor enemigo que quien no sabe agradecer un favor". No sabía de quien era la frase, pero cada vez que Marta le oía hablar de Ernesto, su hermano mayor, recordaba aquella cita anónima. La humillación de haber sido ayudado en sus principios profesionales era algo que jamás olvidaría un ser tan mezquino como su marido, lo que hacía nacer en él un rencor hacia quien sólo le había tendido la mano de forma desinteresada, pero cuya deuda seguía estando sin pagar, creando así el vínculo forzado del agradecimiento que siempre es el preludio del odio más tenaz. Marta no quiso contestare. No quería entrar en una discusión inútil como tantas otras en las que el motivo aparente era la actitud de su hermano y su predilección por todo aquello que significara buen gusto, aunque tuviera que pagar por ello una suma elevada. Recordaba la exquisita ropa de cara hechura, el lujoso coche, un deportivo de marca extranjera solo apta para gustos exigentes y cuentas corrientes engrosadas, la afición a la buena mesa y mejor bebida, así como el refinamiento a la hora de programar vacaciones y viajes. Él era como ella, sólo le gustaba lo bueno y exquisito y si no podía acceder a ello, prefería Miraba a su marido, fumando y absorto en sus pensamientos, mientras ella pensaba que no era posible comparar esa capacidad de Ernesto de disfrutar de los placeres de la vida y el contrapunto de calculada tacañería de su marido, que sólo pensaba en vivir para ganar dinero, pero negándose cualquier tipo de satisfacción que pudiera reportarle algún gasto que considerase excesivo. En el fondo, todo era debido a sus humildes orígenes, en los que siempre oyó hablar del valor del dinero y de la necesidad del ahorro, actitud propia de quienes sus únicas necesidades se limitan a las de mera subsistencia sin ningún tipo de refinamientos en gustos o aficiones. Él, aunque contaba con un excelente y reconocido prestigio profesional especialmente en los sectores oficiales que le proporcionaban seguros y constantes ingresos, era incapaz de disfrutar con lo que el propio fruto de su trabajo pudiera depararle si era a costa de cambiar el dinero por la satisfacción conseguida a través suya. Muchas veces le había dicho ella que no sabía para qué trabajaba tanto si después no era capaz de extralimitarse en sus gasto como al principio de su actividad profesional cuando aún no era el arquitecto reconocido y solicitado y tenían que conformarse con los ingresos de ella y los que él conseguía en trabajos eventuales y mal pagados. Siempre recibía la misma respuesta demoledora: "si tengo dinero es porque gasto lo que necesito y no de forma descontrolada, como parece gustarles a otras personas, como a tu querido hermano, por ejemplo. Creo que la razón de esto debe de ser porque conozco lo difícil que es obtenerlo. Quizá, si tuviera un sueldo fijo por alto que fuese pero sin tener que ganarlo día a día lo valoraría menos, pero ese no es mi caso". Sí, sabía la acusación implícita que se desprendía de esa frase hacia su hermano y hacia ella misma. Siempre tenía que oír aquel reproche velado, como si con esas palabras él se vengara en cada ocasión de los muchos meses en los que ella tuvo que mantenerle en otro tiempo. El orgullo de él era suficientemente desproporcionado como para no permitirle reconocer y agradecer que alguien hizo algo por él en algún momento, aunque esa persona hubiera sido su propia esposa. Su marido había terminado ya el café y consumido la pipa y se demoraba con aire de complacencia en limpiarla, como acariciándola en un gesto casi voluptuoso. Lo miraba desde donde ella se encontraba de pie al lado de un precioso escritorio, en cuyo interior estaba fingiendo buscar algo. Todo era mejor que permanecer sentada a su lado mirando aquel rostro en el que sólo veía siempre la misma expresión de reserva y cautela. - Bueno, creo que será mejor que me vista porque se me va a hacer tarde. El hombre salió del salón yendo hacia las habitaciones del interior del amplio piso. Ella, rígida por la tensión que sentía en cada músculo de su cuerpo, cerro los ojos por un momento, queriendo borrar la propia imagen de su marido que parecía dañar su retina. No quiso permanecer esperando que él se despidiera, y girando sobre si misma se fue en dirección contraria a la suya, adentrándose por un pasillo que se alargaba hasta la cocina. En ella encontró a sus hijos que acababan de volver del Instituto y merendaban plácidamente entre risas y bromas. Clara, su hija mayor, una espigada adolescente de trece años la miró durante unos segundos advirtiendo, con esa extraña lucidez que da la propia inocencia sin atisbo de malicia, la tensión que se reflejaba en el rostro de su madre. - Mamá, ¿a la fiesta de cumpleaños de tío Ernesto no va a venir papá tampoco esta Marta se quedó mirando a su hija con un gesto de seriedad que quería aparentar calma y movió la cabeza en gesto de negación, porque no quería dar rienda a su propia crispación. Entonces, su hijo pequeño volvió la cabeza hacia ella, mirándola con esa sonrisa dulce que tanto le recordaba a la suya propia y le dijo con la seriedad de la propia inocencia. - No te preocupes, mamá, iremos los tres y allí estarán los tíos y primos y lo pasaremos estupendamente. Ya verás. Marta sonrió al niño, asintiendo con la cabeza y salió de la cocina, buscando un lugar oculto para soltar el sollozo y toda la pena que le anegaba el alma como un río desbordado por unas aguas torrenciales que rebasan su cauce.

Source: http://www.anaalejandre.name/archivos/1/0525419de61190812/0525419de80cdf21f/Cap%C3%ADtulo%201-TRas.pdf

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